Para la filósofa y poeta española, el exiliado (haitiano) es desgajado también del acontecer colectivo; es expulsado de la historia. Vive en sus márgenes, embebido en un pasado que está estancado. En un pasado fijo y solidificado en un fragmento absoluto de la historia que parece no acaba nunca de pasar. Porque está obligado, ahí por donde va a rendir cuentas de lo sucedido en su país, está condenado a repasar su historia, a ir enumerando una y otra vez, como un largo rosario, los hechos que ha vivido para ver si puede encontrarles algún sentido.
Por ello, es un resto, un deshecho de una historia truncada. Está ahí embobado en su pasado, arrobado en su pasado, sin saber muy bien las razones de su permanencia en ese filo entre la vida y la muerte.
El exiliado, según Zambrano, se asemeja a la figura de esos idiotas pintados por el genio de Velazquez, E l niño de Vallecas, pobres pasmados que han olvidado el motivo de su presencia, pero que, sin embargo, atesoran como si fueran figuras sagradas, cómo bienaventurados, una verdad humilde, la verdad del simple.
Al igual que esos idiotas que deambulan como extraños extranjeros todo el día sin intención alguna, sin que nadie los altere o los perturbe. El exiliado vive así en el ayer sin presente ni horizonte, como un ciego errante, como un Edipo sin lugar y sin realidad. Ha dejado de ser personaje de la historia para devenir en criatura de la verdad.
O sea, el exiliado haitiano (centroamericano o mexicano) permanece en un rincón, en la reflexión de Zambrano, para ser visto. Su misión es ser objeto de la mirada.
Él es ante todo objeto de visión, pues su sola imagen da cuenta de una historia apócrifa, de una historia olvidada que se quiere olvidar. Por ello, su presencia resulta molesta, es un estorbo. Alguien que incomoda por lo que revela.
Espléndidas vivencias de María Zambrano que hablan de uno de los dramas actuales. (Zambrano M. Claros del bosque. Edición de Mercedes Gómez Ilesa. Editorial Cátedra. España, 2018)