‘Les bouquinistes’: los caminos de la lectura
Vilma Fuentes
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El más distraído de los viajeros que se dirige a la capital francesa, por carretera o por tren, sabe que está llegando a París cuando ve de lejos la Torre Eiffel. La fisonomía parisiense afina sus rasgos cuando se penetra en la ciudad y los monumentos aparecen con nitidez, imponentes en toda su realidad, descubriendo las múltiples facetas de su vida.
El palacio del Louvre, donde se aloja el más grande museo del mundo con la exhibición permanente de 35 mil de sus obras, la basílica del Sacré-Coeur en lo alto de una colina al norte de París, la Catedral de Notre-Dame escondida por el momento tras los gigantescos andamios levantados para su reconstrucción después del terrible incendio, la bella avenida de Champs-Elysées entre el Arco del Triunfo y la Plaza de la Concorde con su obelisco… Y, desde luego, el ondulante río Sena que atraviesa París de este a oeste, recorrido por sus barcos para turistas y sus largas péniches o barcazas fluviales.
El paseo a lo largo de los muelles permite descubrir otra de las curiosidades más típicas de París: los bouquinistes, esos vendedores de viejos libros de ocasión, a veces auténticas rarezas de la bibliofilia. Estos peculiares libreros guardan su mercancía en grandes cajas de fierro o madera instaladas sobre las balaustradas del muelle a lo largo de una buena parte del Sena.
En esos mismos cofres, una vez abiertos, exhiben sus libros extendidos en su interior y sobre mesas y bancas colocados contra la parte baja de la balaustrada. No hay paseante que no se detenga, aquí o allá, para hojear un libro viejo o una revista vuelta histórica con la edad: “Es imposible, para un parisiense, resistir al deseo de hojear viejas obras expuestas por un bouquiniste,” escribe Gérard de Nerval en Les filles du feu (1854).
El término bouquin, que originalmente significa “liebre”, toma el significado de libro, boucquain, en 1459, para designar un viejo volumen de poco interés, y no será sino hacia 1866 que designará cualquier libro en general.
Vendedores al aire libre, estos libreros ambulantes tiene un aire familiar que los hace reconocibles: “El bouquiniste tenía verdaderamente una cara de bouquiniste: un viejo tipo huraño con anteojos, tan polvoriento como su tienda”, señala Bernard Grasset con un tinte irónico. Más generoso, Anatole France, en El crimen de Sylvestre Bonnard (1881), nos dice de estos vendedores de libros de ocasión: “Los bouquinistes colocan sus cajones sobre el parapeto. Estos bravos marchantes del espíritu, que viven sin cesar afuera, la blusa al viento, son tan bien trabajados por el aire, la lluvia, las heladas, las nieves, las neblinas y el gran sol, que terminan por parecerse a las viejas estatuas de las catedrales.”
Hoy día, con sus novecientas cajas verde botella provistas de unos 400 mil bouquins, estos vendedores ambulantes, verdaderos símbolos de los muelles del Sena, aparecen en el siglo xiii como libreros juramentados y bajo la vigilancia de la Universidad de París con autorización de exponer sus manuscritos originales en tiendas portátiles. Con el nacimiento de la imprenta, el comercio de libros toma otro giro y los vendedores ambulantes aumentan, instalados principalmente en el Pont-Neuf. Pero los libros establecidos en direcciones fijas les hacen la guerra. Se reglamenta la venta de libros y se prohíben los vendedores ambulantes.
A principios del siglo XVII son autorizados a vender a cambio de un impuesto, pero la tregua es corta y se ven a punto de extinguirse durante la Fronda. Por un lado, autoridades, libros y policías tratan de suprimir las tiendas portátiles clandestinas; por otro, los panfletistas no sometidos a la censura y las gacetas de escándalos intentan comerciar. Entre persecuciones y treguas, la suerte de los ambulantes evoluciona con la Revolución francesa y el término bouquiniste entra en el diccionario de la Academia Francesa en 1789. Es un período próspero para estos marchantes, cada vez más numerosos sobre el Pont Neuf, centro de todas las diversiones; lecturas públicas, animaciones musicales y espectáculos callejeros.
Bajo Napoleón I ganan terreno con los nuevos muelles, y bajo Napoleón III son autorizados a ejercer su oficio. Al fin, en 1859, la alcaldía de París establece concesiones para instalar sus cajas en lugares fijos. En 1930, el largo de las instalaciones era de ocho metros. Hoy son tres kilómetros de libros, antiguos o contemporáneos, revistas, grabados, timbres, cartas postales, pero también souvenirs, juguetes y objetos diversos como gorras, camisetas y ropa diversa con imágenes de la Torre Eiffel u otro monumento parisiense.
Los nuevos gustos de los turistas evolucionan: las imágenes y otros objetos ganan terreno sobre los libros. Y no sólo los bouquinistes se ven obligados a vender artilugios diversos para sobrevivir: las grandes librerías están hoy invadidas por juegos de video y aparatos numéricos de todo tipo. Se puede sentir un cierto pesar cuando se piensa en el verdadero bouquiniste, hombre libre por excelencia, viejo anarquista amoroso de libros expuestos al aire libre.