Los olmecas habían disputado vida y territorio con el felino en las selvas del golfo, pero nunca como entonces compartieron espacio, o se lo dividieron, dos especies animales tan distintas como el humano y esa enorme versión de gato elástico hermosamente moteado.
Aún sus representaciones que sobreviven en la piedra son verídicas cuando retratan alguna metamorfosis mágica, como el jaguar iguana de Cotzumalguapa, el jaguar gigante cuya pezuña queda en Yokib’, los asomos en el Yaxchilán de las estelas, en los fastos murales de Bonampak, en el alma misma de Tikal, donde el rey Jasaw Chan K’awiil erigió la plaza, el templo y la tumba faraónica del Gran Jaguar tras vencer finalmente al señorío de la Serpiente de Calakmul, su eterno rival.
Los mayas clásicos lo trasladaron al agua, mitad pez o serpiente. Así fue como aprendió a sorprender a los cocodrilos en su siesta y honró a los señores de Lakamhá.
Ni el mono inteligente y humanoide dio para tanta y tan buena cosecha de quimeras: el jaguar serpiente, el que vuela, el que viste a los guerreros más temibles, el que deviene lo que devoray sueña siempre en conocer la carne de águila pero la selva es tan espesa que las águilas la visitan sólo donde los jaguares no se atreven.
En mi experiencia, el jaguar es más un ser sediento que hambriento. Como yo. Y por fortuna. Me he visto a salvo de su apetito y siempre, qué extraño, objeto de su curiosidad. Qué gato más gato es ese, tan fuerte, tan pesado no obstante su levedad en movimiento perpetuo. Ni el ocelote, ni el tigrillo, ni el jaguarundi, ni el lince, ni el puma; es el único felino de la selva que merece la estatua de piedra, el altorrelieve, la representación indeleble de sus dotes prestidigitadoras en escalinatas y monumentos que son lo que perdura de aquella edad única del Clásico, cuando una civilización humana vivió literalmente rodeada por esa bestia sagrada que daba nombre a las dinastías más heroicas.
No quedan muebles, documentos ni juguetes, casi ni huesos. Los devoró la selva durante mil cien años y hasta más, aquí donde la podredumbre está en todo, es rápida y pronto se convierte en tierra o planta.
¿Qué le duran a la materia mil cien años de olvido y regeneración incesante? Pero, además de unos cuantos reyes extinguidos con sus cortes, víctimas y verdugos, se fijan en la piedra como jeroglíficos nítidos de un no sé cuándo. Quedan utensilios y dioses líticos, máscaras de jade, ajorcas vacías, tumbas sin cadáver. Además de todo eso sobreviven las mil páginas de piedra del jaguar manifestado.
Más que una divinidad, era el otro ser vivo con el que se compartía el mundo. Donde el jaguar reinaba no vivían los hombres, y mucho menos las mujeres, presas míticas de la bestia y en ocasiones preñadas por ella con resultados funestos o maravillosos.
A despecho de la idea que asocia a este felino con la sangre, su hedor y espanto, los verdaderos aromas que alumbran sus pasos y saltan con él a lo largo y hondo de la selva son frutales, de vainas, pulpas y zapotes que no tienen nombre pero aroman, y las flores y las hojas vibrantes que pisoteadas se subliman un instante perfumando la pezuña atroz del jaguar que ronda, embriagado por lo que inhala, lo que más acá de las maderas respira simultánea y densa la selva hipnotizada donde huele a sangre, donde la sangre duele y se disipa como gas noble en la atmósfera sitiada por una totalidad orgánica que no reposa, vive y muere sin descanso.
Aunque me fallan los detalles de la memoria y por eso los callo, sé que mis encuentros con la bestia olían a fruta y hoja triturada y podredumbre dulzona. Los olores por algún motivo se conservan y casi pueden tocarlo las fibras de mi conciencia. Tangible, verosímil, vívido. Quizás nunca estuvimos tan cerca como la última vez, pero el jaguar no podía alcanzarme, en caso de pretenderlo. Me salvaba nuevamente un río, aunque en esa ocasión no era un abismo ni frontera sino el camino.