Bemol sostenido
Alonso Arreola
Somos fanáticos. Comenzamos con la advertencia para que nuestra lectora, nuestro lector, queden avisados del entusiasmo agigantado, la sobreadjetivación, los símiles de torcida especie y exageraciones como ésta: Sting es un semidiós. Hoy, a unos días de que cumpliera setenta años, lo celebramos señalando lo mucho que nos faltaría su obra si aquel joven crecido en los embarcaderos de Wallsend, al noreste de Inglaterra, no se hubiera acercado a la música y a la literatura en la década de los setenta.
Para empezar, no hubiéramos tenido a The Police. ¿Se imagina un mundo sin “Every Breath You Take” o “Message in a Bottle”? ¡Sin “King of Pain”! Pensando en la respuesta, nos viene una digresión extraña: recordamos la película Yesterday, ésa en la que el protagonista, un joven músico de origen indio, despierta, tras un accidente, en una realidad paralela que nunca tuvo a los Beatles ni a otros protagonistas de la cultura pop. Pero, cosa inexplicable, él recuerda todas sus canciones y triunfa casi sin quererlo. Porque esas composiciones nacerían inevitablemente y serían un éxito sin importar su tiempo o geografía… incluso su autor. Algo similar pasa con Sting. Su cancionero debía existir.
Dicho eso, la primera vez que Gordon Matthew Thomas Summer –que así se llama– vino a México fue con The Police, en 1980. Mucho se dijo sobre aquel concierto en el otrora Hotel de México, nutrido por privilegiados citadinos que pagaron precios estratosféricos para estar en mesas anticlimáticas comiendo pizza. Entonces no pudimos verlo, pues teníamos seis años de edad. Ya individualmente, su debut chilango ocurrió en 1991 cuando presentaba Soul Cages. Tampoco lo vimos. No recordamos la razón. Debió ser importante.
Finalmente pudimos escucharlo en directo tres años después, en 1994, cuando el Palacio de los Deportes recibió el que para nosotros ha sido su mejor disco como solista. Hablamos de Ten Summoner’s Tales, una colección de composiciones exquisitas con las que llegó a su cenit de cantautor. Un álbum sin prisas ni concesiones que hasta en sus peldaños más comerciales (“Fields of Gold”, verbigracia) exhibe un refinamiento de altísimo valor artístico. Combinando compases irregulares, armonías sofisticadas y letras de enigmático signo, Sting pasó de estrella a leyenda preparándose para el Olimpo (le advertimos sobre nuestro entusiasmo).
Sin embargo, el momento que más atesoramos en nuestra “relación” con él ocurrió en 2003, cuando lanzó su libro autobiográfico Broken Music y emprendió la gira Sacred Love, homónima del disco que promovía. En aquel año fuimos a entrevistarlo a Denver, Ohio, tras uno de los shows que compartía con Annie Lennox. Pese a firmar una carta en la que nos comprometíamos a no preguntarle ciertas cosas, una vez a solas la conversación sucedió con su profundidad, inteligencia y honestidad sobre la mesa. Al tiempo que firmaba copias del mentado libro (atesoramos la nuestra), lo mismo habló de su experiencia con la ayahuasca que de lo que significó crecer en un barrio obrero para luego estudiar literatura.
¿Quién lo diría? Pocos años después lo volveríamos a escuchar en vivo durante el retorno de The Police en el Live Earth Concert de Nueva Jersey. Y luego otra vez en Broadway, liderando el elenco de The Last Ship, musical basado en su infancia. Desde entonces, Sting comenzó a relajarse. Se acercó a la música del Renacimiento y lanzó discos cada vez más ligeros. Volvió a México en 2015 y 2017. A Tequesquitengo y al Auditorio Nacional. Pero no lo hemos vuelto a ver sobre un tinglado. Seguimos apreciando lo que hizo en otros tiempos. Por eso es que hoy, llegando a sus setenta años, le aplaudimos de pie. Nosotros y el que fuimos esa tarde cuando alguien llegó a casa y dijo: “¿Cómo, no conoces a The Police? Escucha esto…”, y muchas cosas cambiaron. Entendimos que la batería podía ser orquesta, la guitarra pegamento y el bajo… destino. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.