Los orígenes de la maravilla en ondas hertzianas que hipnotizó a los abuelos y bisabuelos eran sencillos, humildes, más rudimentarios de lo que las audiencias imaginaban, pues eso hacían: imaginar lo que escuchaban. Sus recursos limitados funcionaban mejor que los nuevos trucos cinematográficos. Se sumaban a la voz humana tablas, zapatos, resortes, rasgaduras, celofán estrujado, efectos musicales. Un arsenal que entusiasmó a Bertolt Brecht, George Orwell, Walter Benjamin, Dylan Thomas, ¡Orson Wells!, León Felipe, y sin embargo sirvió de arma letal en manos del fascismo (donde tuvo su partecita el necio de Ezra Pound desde Radio Roma).
Recurso heroico en las peores guerras del siglo XX, simbolizó a la familia reunida en torno al aparato, o al grupo de partisanos escondidos, escuchando quién ganaba o perdía en la guerra civil española, los bombardeos de Londres, la ocupación de París. En tiempos normales la radio ocupó el espacio cotidiano. Devino popular. Inmensamente popular. Teatro y cine de los pobres, los ciegos, los solitarios y también la orquesta para las fiestas y la de los conciertos sinfónicos. Por décadas fue vehículo para presenciar
un partido de futbol o beisbol. De ahí la agilidad verbal y mnemotécnica de Fernando Marcos, Ángel Fernández, Sonny Alarcón, El Rápido Esquivel, Agustín González Escopeta. En otros rubros figuraban Agustín Lara, el Doctor IQ, Tomás Perrín.
Cada quien tiene su autobiografía radiofónica. Vengo de la época que la vida se interrumpía a la hora de El derecho de nacer, interminable radionovela cubana que cautivó las lágrimas, las congojas y los prejuicios de abuelas, madres, hermanas. Para la risa la estrella también era cubana: Tres Patines. Y en materia de música, a las rancheras y La hora azul se sumaban al reino de las vecindades Benny Moré y Dámaso Pérez Prado. Memorables historietas radiofónicas como Porfirio Cadena: el Ojo de Vidrio, o Kalimán: el Hombre Increíble.
Tuve en suerte que en mi casa se escucharan desde primera hora las estaciones de música clásica por cortesía de mi madre. En primer lugar, Radio Universidad (RU) y XELA, ambas a mitad exacta del cuadrante. La mejor escuela del oído. Además del caudal de música barroca, romántica, coral, concreta, ópera, jazz y, justo en mi adolescencia, el mejor rock, con Luis Cardoza y Aragón y Juan García Ponce, allí aprendí de pintura antes de verla. Salvador Elizondo insistía en Monsieur Teste, y los domingos, Carlos Monsiváis, Nancy Cárdenas y sus amigos debrayaban de lo lindo en El cine y la crítica, programa de engañoso nombre. El son y la música andina se adelantaron 10 años a las modas setenteras, de la mano de René Villanueva y la Fonoteca Helmer.
Ah, días de radio. El hambre de rock inglés y yanqui me fijó a La Pantera, Radio Éxitos (que trasmitía La Hora de los Beatles tres veces al día), Radio Capital y su Ola Inglesa. Ah, los largos programas nocturnos a luz apagada: Vibraciones, Proyección 590, y en RU, La respuesta está en el aire, cuya primera emisión se dedicó, recuerdo bien, a Frank Zappa y Las Madres de la Invención, y me acompañó toda la preparatoria.
Vehículo de información y mentiras, llamados de solidaridad, de ignominia (los nazis, la revolución cultural
China, las masacres en Ruanda), de indoctrinamiento, engaño consumista y sano
entretenimiento. También el cultivo de la mente, la expansión de las fronteras de los sueños. Llegados a hoy, la radio ha cambiado. Y no. En streaming, podcasts, archivos descargables y redes sociales uno accede al espacio radiofónico con liquidez baumaniana, aunque sigue siendo el bálsamo de la nostalgia con la música que llegó para quedarse
, fuente de bromas atroces y buzón en vivo de los enamorados.
Memorables noticieros en RU durante 1968 y 1994, o los programas críticos de Granados Chapa, Gutiérrez Vivó y Paco Huerta. Llegó un tiempo en que Radio Educación, el patito feo de la SEP, subió a un rango mayor y dio en divulgar la cultura popular más culta que quepa imaginar; los nuevos periodistas, roqueros, folcloristas y escritores tuvieron dónde cotorrear. Añádanse sus bellos programas para madrugadores Del campo y la ciudad, y De puntitas.
Ya no escucho la radio. Hablo con la añoranza del ex adicto. Sé que sigue siendo esencial para discursos presidenciales y comentaristas críticos, noticieros buenos y malos, entrevistas callejeras, trivialidades de farándula y los nuevos gustos musicales que tanto me disgustan. Por fortuna sigue habiendo inteligentes artesanos radiofónicos.