Si partimos de la precariedad de su origen, su carrera sorprende a cualquiera: más de 65 millones de discos vendidos, cientos de conciertos en palenques y estadios donde alternó con Tony Benet, Vicki Car, Roberto Carlos; grabaciones en duetos con Julio Iglesias, Juan Gabriel, José José, Raphael, Celia Cuz y Lola Beltran; decenas de programas de radio, televisión, 32 películas donde participó con Sara García, Angélica María, Héctor Suárez, Blanca Guerra, Ofelia Medina y Pedro Armendáriz Jr.
Aunque el mundo campirano de sus canciones y vestuario desaparecía año con año y sustituyeron a los palenques los grandes estadios, las multitudes siempre fueron lo suyo. Ni siquiera los desplantes de virilidad cuestionados por los nuevos feminismos disminuyeron sus adeptos, si nos atenemos a los asistentes de sus conciertos: 54 mil en la Plaza de Toros México en 1984, 200 mil en el Zócalo en 2009 y 85 mil en el Estadio Azteca cuando se despidió de sus conciertos en 2016. La simple develación de su estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood provocó problemas de logística por las 5 mil personas que se congregaron. Desde mediados de los 70 su nombre fue sinónimo de multitud.
Resulta curioso que los investigadores en la cultura popular no se hayan detenido en este notorio símbolo del paisaje musical de las grandes masas. La excepción fue, ya lo adivina, Carlos Mosiváis.
Para Monsiváis el gran ejemplo del nacionalismo cultural vuelto melodrama es la canción ranchera que niega el espíritu narrativo y comunitario del corrido y exalta el monólogo desesperado. La canción ranchera es así el reino de las victorias póstumas, y Vicente Fernández fue, al parecer, el último de estos ídolos a quienes la tecnología no los desplazó, sino logró arroparlos de manera sorprendente. Sólo así entiendo su paso del rancho a la capital; de la Plaza Garibaldi al Teatro Blanquita, a la radio, al cine, a la televisión y al Spotify. En la canción ranchera, según Monsiváis, el intérprete es el mensaje. Ni duda cabe si pensamos en Lucha Reyes, Jorge Negrete, Pedro Infante y, notoriamente, en Vicente Fernández.
En él también reflejaron sus aspiraciones y anhelos los millones de mexicanos que han salido del campo y del país para irse a cumplir el sueño americano. Porque mexicanos y millones de latinos fueron los causantes de sus llenos completos en auditorios, arenas y grandes plazas de ciudades como Los Ángeles, Nueva York, Chicago y Houston.
Con una carrera de más de 45 años y una venta millonaria de discos, Vicente Fernández pasó de ser la gran estrella de la música ranchera a una marca de éxito garantizado en taquilla, discos y conciertos.
La figura con música y shows que se extendían hasta por cinco horas, pues su lema siempre fue: mientras la gente no deje de aplaudir, yo no dejo de cantar
.
Si la canción ranchera es para Carlos Monsiváis la gran metafísica para las masas, Vicente Fernández fue uno de los mejores intérpretes en ese paisaje sonoro donde las melodías parecen negadas al olvido, y las interpretaciones exaltadas refrendan la cercanía a la tierra bravía, a las definiciones de la masculinidad y a ese mundo campirano, seriamente disminuido por la urbanización y la tecnología. Mundo que pertenece ya a esa patria de la nostalgia que evocan las canciones que interpretó el Charro de Huentitán.