Dos sucesos y un problema estructural son esenciales para dimensionar lo que ocurrió en su mandato y aun antes: el desenlace del movimiento estudiantil de 1968, la irrupción violenta del grupo paramilitar de Los Halcones en 1971 contra estudiantes y el desarrollo de una estrategia criminal para combatir a las diversas guerrillas y a la disidencia en lo que se conoce como el periodo de la guerra sucia.
El 2 de octubre aún gravita en nuestra vida pública, porque el uso de fuerzas públicas para reprimir y asesinar a estudiantes, soldados y paseantes en Tlatelolco dejó una herida que aún no sana, ello a pesar de esfuerzos de carácter jurídico e incluso político en los últimos años.
Más aún porque las falsedades que cobijaron el operativo sangriento se han ido desmontando con el tiempo, en particular las que pretendían dotar de un carácter de conspiración comunista a lo que en realidad fue una movilización genuinamente estudiantil y que pudo ser procesada de otra forma.
Tres años después, en el Casco de Santo Tomás, en la Ciudad de México, la irrupción de un grupo de corte paramilitar mostró que las pulsaciones autoritarias se mantenían y se iban fortaleciendo.
Echeverría ordenó o permitió a lo largo de su mandato la discrecional casi absoluta de las áreas policiales.
Lo que vino después fue la consecuencia de decisiones políticas que tuvieron un alto costo y muestra de los trazos generales de aquel periodo.
Es una historia terrible cuyas repercusiones se expresaron en los problemas para contar con una policía confiable y profesional, ya que la utilización de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) con fines ilegales y represivos significó el advenimiento de estructuras delincuenciales dentro del propio Estado.
Les ordenaron enfrentar a las guerrillas más allá del marco legal y a cambio les permitieron participar en los mercados ilegales. Se montaron áreas de espionaje cuyos objetivos fueron personajes relevantes de la vida política y social. La degradación institucional llegó, por ello, a niveles insostenibles.
Para el Ejército, el daño también resultó severo, pues tuvieron que pagar con culpas que muchas veces no les correspondían y generaron desconfianzas que aún ahora persisten.
Quizá por ello los presidentes que sucedieron en el cargo a Echeverría tuvieron que definir una postura sobre lo que harían derivado de los problemas que se generan por la desaparición forzada de cientos de personas, así como por la persistencia de diversas violaciones a los derechos humanos en ese periodo.
El presidente José López Portillo impulsó un proyecto de reforma política que dio paso a la participación de la izquierda en el Congreso, legalizando al Partido Comunista Mexicano (PCM) y facilitando una Ley de Amnistía que permitió la salida de luchadores sociales, estudiantes y guerrilleros que permanecían en prisión.
Por supuesto que no fue una concesión gratuita, sino una estrategia de modernización del propio sistema político para procesar las contradicciones que tuvieron una de sus más altas expresiones en 1968.
Miguel de la Madrid, por su parte, impulsó un cambio en las estructuras policiales al desaparecer a la DFS y sentar las bases para la profesionalización de las áreas de seguridad, en particular las de inteligencia nacional.
El sexenio de Luis Echeverría tiene que ser evaluado justamente por las determinaciones que se definieron hace 50 años. Muchos de los temas y litigios persisten en la actualidad porque no se ha resuelto el problema central de la impunidad.
Echeverría quería trascender en el mundo, ser un referente y acaso lo logró, pero no como él hubiera querido. Es el costo de la historia, sin duda, la evidencia de que las cuentas se tienen que rendir tarde o temprano.
*Periodista, @jandradej