José Míguez Bonino ha destacado la observación de José Carlos Mariátegui ( Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, 1928) acerca del crecimiento logrado por los protestantes: El protestantismo no consigue penetrar en América Latina por obra de su poder espiritual y religioso, sino por sus servicios sociales (YMCA, misiones metodistas de la sierra, etcétera). Este y otros signos indican que sus posibilidades de expansión se encuentran agotadas
. Cuando lo anterior fue escrito, de manera subrepticia y en los márgenes de la sociedad, el pentecostalismo tenía dos décadas de haber irrumpido en tierras latinoamericanas.
En 1930 la población mexicana que se identificaba como protestante era menos de un punto porcentual (.75), mientras que se reconocieron católicos romanos 98 por ciento y 1.4 manifestó tener otra adscripción religiosa o ninguna. Con altibajos, porcentajes similares existían por entonces en los países de América Latina. Actualmente las cifras de identidad confesional son muy distintas a las de hace nueve décadas. La media de población católica latinoamericana es de 69 por ciento, con variaciones hacia arriba y hacia abajo en los 19 países incluidos en la investigación de 2014 efectuada por el Centro de Investigación Pew. La mayoría de quienes en América Latina se reconocen protestantes/evangélicos pertenecen a denominaciones pentecostales.
La emergencia del pentecostalismo, en términos generales, fue duramente criticada por liderazgos de iglesias protestantes históricas cuya presencia en Latinoamérica se inició en la segunda mitad del siglo XIX. En Chile la reacción de la Iglesia metodista contra el movimiento pentecostal, que comenzó en su seno en 1908, tuvo como resultado la separación de los renovadores y el inicio de trabajos que fructificaron en la creación de la denominación de raíz protestante más grande del país: la Iglesia metodista pentecostal de Chile. El desafecto del protestantismo histórico latinoamericano hacia los pentecostales que notoriamente estaban creciendo tuvo distintas expresiones, desde un franco rechazo hasta cierta tolerancia por tener un poderoso adversario común: el catolicismo romano que consideraba indeseables advenedizos a los dos.
En México –lo ha documentado bien Jael de la Luz García– la jerarquía católica hizo llamados a la población para que, como sentenció el arzobispo Luis María Martínez en 1944, se mantuviese alejada de la serpiente infernal del protestantismo
. Además, “en una carta pastoral, el jerarca denunció ante el pueblo mexicano al protestantismo como una creencia extranjera y extraña que tenía por objetivo ‘arrebatar a los mexicanos su más rico tesoro, la fe católica, que hace cuatro siglos nos trajo la Santísima Virgen de Guadalupe’”. Por tanto, decía, tenía que ser erradicado de raíz bajo los medios que fueran necesarios y aconsejaba una serie de ejercicios para lograr tal fin ( El movimiento pentecostal en México. La Iglesia de Dios, 1926-1948, La Letra Ausente-La Editorial Manda, 2010, p. 195).
El ambiente y las acciones persecutorias eran más cruentas contra los pentecostales. Como apuntó Carlos Monsiváis, en México el Estado es laico, “pero bastante distraído, y no se fija en los métodos que suprimen las herejías. […] Los más pobres son los más vejados, y los pentecostales la pasan especialmente mal, por su condición de ‘aleluyas’, gritones del falso Señor, saltarines del extravío. El respeto a lo diferente es inconcebible y si a los herejes se les persigue es porque se lo buscaron” (De las variedades de la experiencia protestante
, en Roberto Blancarte, coordinador, Culturas e identidades, El Colegio de México, 2010, p. 77). Los más perseguidos, simbólica y físicamente, son quienes más atraen a los sectores populares.
En los conversos al pentecostalismo hay rupturas culturales y religiosas, pero también continuidades, que incluso alcanzan mayor intensidad en la nueva identidad elegida. Mientras la experiencia de socialización de los sectores populares ha sido de marginación, en las comunidades pentecostales no solamente son aceptados, también mujeres y hombres excluidos hallan espacios de realización y liderazgo para poner en práctica sus capacidades. El fuerte sentido de pertenencia grupal se potencia, la oralidad es la principal vía de comunicación de la experiencia espiritual, expresividad festiva corporal mediante cantos y danzas, intenso sentido de esperanza y acción cotidiana divina en la vida de los creyentes les provee la seguridad que no encuentran en ninguna otra parte.