La ciudad es siempre fuente de inspiración para escritores. Manantial de leyendas y misterios que se entretejen con la vida de los pobladores de laberintos de calles y callejuelas, puentes y subterráneos, rincones donde se agazapa el crimen, esquinas de encuentros amorosos, azoteas que atrapan con su vértigo al suicida, ríos cuyas aguas se ahogan bajo los desperdicios, santuarios de catedrales donde tirita la llama de la esperanza, luz en las ventanas cargadas de suspiros de insomnes y durmientes. Tema novelesco por excelencia, las ciudades hacen soñar a los menos soñadores. ¿No es un sueño la visión de la Ciudad de México desde lo alto de la carretera a Cuernavaca al anochecer, con el parpadeo chispeante de sus infinitas luces de Bengala, despierta la curiosidad, pero también el arrebato de pasión que da sentido a la vida al osar el clavado, en un extravío, al fondo de la ciudad y de su alma?
Si la ciudad inspira al escritor, novelista o poeta, el lector viaja a ciudades lejanas cuando lee sus libros. Camina por las calles de Dublín de la mano de Joyce en las páginas de su Ulises. Puede también seguir los pasos de Dickens en los barrios sórdidos del Londres del siglo XIX, donde los criminales inician a los niños en el crimen a través de Oliver Twist, pero puede también atravesar el canal de la Mancha y pasear entre Londres y París en su Historia de dos ciudades. Recorrer con Carlos Fuentes, en La región más transparente, lugares que se desvanecen de la Ciudad de México o tratar de recoger restos de edificios demolidos de una ciudad sin memoria en Las batallas en el desierto de Pacheco. Zigzaguear por los vericuetos de Cuernavaca en Bajo el volcán de Lowry. Admirar la arquitectura de San Petersburgo y Moscú en La guerra y la paz de Tolstói. Bailar con el mismo diablo en las calles de la capital rusa al reír con El maestro y Margarita de Bulgakov. Pasearse también en ciudades imaginarias, que el viajero descubre aquí y allá en la geografía más real, como el Macondo de Cien años de soledad de García Márquez o la inolvidable Comala poblada de fantasmas en Pedro Páramo de Juan Rulfo. Adorar y odiar sus calles, avenida Juárez, por ejemplo, leyendo poemas de Efraín Huerta como su Declaración de odio, donde la Larga, larga ciudad con sus albas como vírgenes hipócritas
o Los hombres del alba en lo más hondo y verde de la vieja ciudad…
¿Qué lector no ha viajado a París, ciudad tan descrita y cantada por novelistas y poetas, nativos o extranjeros? Con Dumas, se sigue a d’Artagnan desde el Louvre a la calle de Vaugirard, donde vive Aramís, a través de Los tres mosqueteros. En La comedia humana de Balzac se escucha el desafío de Rastignac desde lo alto del cementerio de Montmartre: A nosotros dos, París
. Gracias a Hugo se trepa a la cúspide de Notre-Dame de París y se baja a las alcantarillas en Los miserables. Con Aragon se cruzan las calles de la capital en El campesino de París. Breton encuentra a Nadja en la calle de Lafayette. Hemingway escribe París es una fiesta.
Pero, quien sin duda aspira el espíritu de esta ciudad, en sus versos y en su prosa poética, es Baudelaire con su obra póstuma El spleen de París. Un desconocido camina tras el gentío, día y noche, huyendo de la soledad que lo envuelve y separa de los otros. Melancolía, spleen, mal del alma, angustia flotante y sin causa, daño de vagos y descastados cuando el cielo bajo y denso pesa como una tapa…
Hombres que cruzan La passante y la pierden con su encuentro porque ignoro adónde huyes, tú no sabes adónde voy, / ¡Oh, tú, a quien yo hubiese amado, oh, tú, que lo sabías!