Nuevas narradoras japonesas | Látigos y cajas musicales: la narrativa de Yoko Ogawa
Eve Gil
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Aunque es verdad que las novelas han ardido, eso no significa que tu mente, creadora de novelas, haya ardido con ellas…
Yoko Ogawa, La policía de la memoria
Nacida en la prefectura de Okayama, el 30 de marzo de 1962, Yoko Ogawa cursó estudios en la Universidad Waseda de Tokio e inició su exitosa carrera literaria a muy temprana edad, en 1986, con la publicación de la novela Cuando la mariposa se descompone. En 1991, con su segunda novela, El embarazo de mi hermana, se hace acreedora al Premio Akutogawa. Quedó sumamente afectada tras leer el Diario de Anne Frank, sobre el que escribió un ensayo en 1998 y se refleja a través de guiños a lo largo de su obra, expresamente en su más reciente novela, La policía de la memoria. Se reconoce asimismo influida por el Nobel, Kenzaburo Oé, obcecado por diversas formas de monstruosidad. Dicho efecto es llevado al delirio en Hotel Iris, cuya protagonista, Mari, una adolescente de diecisiete años, hija de la dueña del hotel que da título a la novela, forma parte del inmueble y es explotada laboralmente por su propia madre que insiste en peinarla a diario con aceite de camelia. Mari se encarga de la recepción y ocasionalmente suple a las camaristas. Un altercado entre una prostituta y su cliente alarma a los huéspedes. Parece ser la primera vez que la inocente Mari confronta situación semejante. Ve salir a la mujer desgreñada y despavorida, y a sus espaldas alguien exclama: ¡cállate puta! La fisonomía del dueño de la voz no corresponde al rugido que la ha impactado: enjuto, más aún, inocuo; lo bastante viejo para ser su abuelo. Se gana la vida traduciendo instructivos del ruso y por hobby traduce una truculenta novela rusa sobre un cuaderno pautado, con caligrafía exquisita. Nunca conoceremos el nombre de este personaje a quien se alude simplemente como “el traductor”, en minúsculas, Tampoco el autor ni el título de la novela que traduce. El hombrecillo no tarda en advertir el acecho de Mari. Su reacción inicial es violenta, pero no tarda en descubrir en aquella chiquilla de grandes ojos lo que siempre ha buscado: una víctima voluntaria. Permite entonces que Mari ingrese a su solitario y torcido mundo de látigos y navajas, y ella descubre el placer del miedo y del dolor a través, primero, de un violento desfloramiento que la vuelve consciente de su cuerpo, infinita herida en carne viva. Lo mejor viene tras el suplicio: “el traductor” se muestra tierno y considerado, como el padre que no alcanzó a conocer. Es viudo y en la isla se rumora que mató a su esposa. Mari no sólo ha creído la historia: la emociona. Particularmente cuando se topa con la mascada con que, se supone, se llevó a cabo el estrangulamiento, cuidadosamente doblada en un cajón, más como prenda de uso habitual que como tesoro. Ante su madre, Mari inventa excusas delirantes para acudir a sus citas con “el traductor”. Lo único que pudiera haber de anómalo en su relación, piensa, es que sea lo bastante viejo para ser su abuelo, y ni eso. Hasta que toca a su puerta un enigmático muchacho mudo de cuyo cuello pende una libreta de notas y que “el traductor” presenta a Mari como su sobrino político. Por primera vez un tercero se incorpora a aquella perfecta intimidad. El sobrino, que tampoco tiene nombre, se presenta como la pieza clave para descubrir la verdad sobre la muerte de la esposa de “el traductor”.
El embarazo de mi hermana pareciera la antítesis de Hotel iris. Aborda los pormenores del embarazo de una joven, narrados en tercera persona por la observadora más inmediata: la hermana que cuida de ella. Pero, ¿por qué cuidarla si parece felizmente casada con un técnico dental? La novela arranca con los primeros síntomas de la embarazada (amenorrea, mareos, nauseas) y culmina con un parto… ¿monstruoso? De la narradora sólo sabemos que es universitaria y se costea sus estudios trabajando como demostradora en un supermercado. Fuera de la radiante prosa de Yoko, “minimalista”, la califican sus críticos, pareciera un personaje ordinario; excepcional, si acaso, por la abnegación con que procura la comodidad de su hermana, colocando fuera de su alcance los olores que mueven su nausea y procurándole todos sus antojos. En el ínterin, detalla los extraordinarios cambios fisiológicos y emocionales que detecta en la embaraza, con precisión casi científica, dejando entrever cierto desprecio: “De todas formas, no soy capaz de entender el ‘matrimonio’. Me parece una especie de extraño gas impenetrable. Un gas huidizo que no tiene ni contornos, ni color, difícil de distinguir bajo el cristal transparente de un frasco triangular del laboratorio.” Se regodea también en la descripción de las golosinas, de los obsequios, de las supersticiones que suscita el estado de su hermana… y de pronto, la maldición del pomelo: la narradora recibe una bolsa de pomelos americanos, cortesía de la administración del súper donde trabaja, y en lo primero que piensa es en preparar con ellos una deliciosa mermelada para su hermana. Esta adquiere fijación por dicha golosina y la narradora se cerciora de saciarla a toda hora. Se entera entonces de que la fruta está contaminada. Lo lógico hubiera sido impedir que su hermana lo consumiera más, pero la muchacha continúa atiborrando a la embarazada de “la mermelada que temblaba ligeramente como si estuviera asustada en el fondo de la olla”.
La fórmula preferida del profesor, considerada su obra maestra, ha merecido el elogio supremo que pueda atribuírsele a un novelista: denominarla “gran haikú”. Esto no sólo implica la presencia de una prosa pulida como un brillante, también la posibilidad de la armonía cercana a la perfección, que es lo que persiguen los cultores del haikú. Además de premios literarios, se hace acreedora a un homenaje por parte de la Sociedad Nacional de Matemáticas “por haber mostrado la belleza de esta disciplina”. Y en efecto, hasta para el más cabezota en la materia, esta novela es un verdadero deleite. Lo que cualquier sensibilidad medianamente entrenada percibe es el desmesurado amor del Profesor por los números. En ese sentido, y contrario a las dos novelas anteriores de Yoko, La fórmula preferida… alumbra con antorchas aquello tan oscuro e inaccesible para la mayoría: el lado espiritual y romántico de las matemáticas. El alma de los números que, en palabras del Profesor, son el lenguaje de Dios: “Es como transcribir línea tras línea una verdad que sólo está escrita en el cuaderno de Dios. Nadie sabe dónde está ese cuaderno ni cuándo se abre.”
Nuevamente la narradora es una mujer en apariencia sencilla, una joven trabajadora doméstica, madre de un niño de diez años, contratada por la cuñada del Profesor para cuidar de éste. Él ha sufrido un daño cerebral que le produce lapsus de memoria de ochenta minutos; una rara forma de amnesia que lo fuerza a realizar una serie de extravagantes maniobras para lograr una cierta normalidad. Curiosamente no ha olvidado nada de lo sucedido previo a su accidente, pero su memoria fija se ha estacionado en el año en que este tuvo lugar, 1975. La joven, habituada a humillaciones e injusticias, se resigna a enfrentar una de las situaciones más embarazosas de su vida, pues todos los días su rostro le resulta nuevo al patrón cuya pregunta introductoria, por lo general, es ¿en qué día naciste?, y con la fecha de nacimiento de la joven, 20 de febrero, actúa como mago extrayendo conejos de un sombrero. El hijo de la empleada, del que nunca conoceremos el nombre –como tampoco el de su madre ni el del Profesor– es nombrado Root por el anciano al advertir que su frente se asemeja al símbolo de la raíz cuadrada. Su problema de memoria no es impedimento para que entre él y el muchachito surja una preciosa amistad salpicada de circunstancias tragicómicas que representan una gran lección tanto para el niño como para el viejo, que tienen en común la afición por el beisbol… aunque el Profesor todavía no se entera de que la camiseta 28 de su equipo favorito, los Tigers, ya no es portada por su ídolo, Enatsu, hecho que Root, con auxilio de su madre, se ve obligado a disfrazar de mil maneras para no romper el corazón de su amigo que, de cualquier manera, olvidaría el golpe al cabo de ochenta minutos.
La obra traducida al español de Yoko Ogawa es difícil de conseguir, la mayoría de sus títulos figuran en el catálogo de la editorial madrileña El Funambulista, pero en 2021 Tusquets publica su novela más reciente, La policía de la memoria, y ha anunciado la reedición de La formula preferida del profesor. La policía de la memoria, traducida del japonés por Juan Francisco González Sánchez, es de sus obras más sutiles; de las más melancólicas también, mucho más próxima a la extrañeza que a la fantasía. Otra donde “la memoria” es central. Nunca más justificada la ausencia de nombre en los personajes. La narradora es una joven novelista que habita una isla, asimismo innombrada, donde objetos, plantas y animales desaparecen paulatinamente, borrándose incluso de la memoria de sus habitantes. En consecuencia, caen en desuso oficios y profesiones, aunque los afectados se las ingenian para sobrevivir. No olvidar representa no sólo una anomalía: es un crimen. La madre de la narradora, que solía conservar “recuerdos”, físicos y mentales, es apresada y desaparecida por “la policía de la memoria” siendo aquélla una niña y eso sí que no se olvida. Por ello no duda en ayudar a su editor cuando éste le confiesa que su memoria permanece intacta e incluso conserva cosas que ya nadie recuerda. En complicidad con su único amigo, un anciano, la joven improvisa en el sótano de su propia casa un refugio para el Señor r, quien vivirá silenciado ante la inminencia de una inspección sorpresiva de la policía de la memoria. Las cosas no dejan de desaparecer ni el Señor R de recordarlas. Cuando incluyen miembros del cuerpo, que no desaparecen física sino funcionalmente, fenómeno que no afecta a los policías, la protagonista se entrega a su gradual desaparición que no necesariamente implica la muerte, pero… ¿quién habrá de cuidar del señor r cuando éste sea el único civil capaz de moverse y caminar?