Cartas desde Alemania
Ricardo Bada
Mi relación personal con Juan Ramón Jiménez es de muy vieja data. Es de tan vieja data que se remonta a los días de mi infancia, de cuando aprendí a leer y me escapaba horas y horas al alpende de la casa donde nací, en el número 21 de la calle de los Tumbados, la misma que mis paisanos jóvenes tal vez sólo conozcan como calle de Alonso Sánchez. Y desde aquella altura, en realidad pequeña para las dimensiones seudorrascacielistas de hoy, mi vista se alzaba a veces del libro que leía y se me escapaba a lo lejos, hacia el sur, y yo veía desde mi casa toda la orilla del Tinto desde algo más acá de San Juan del Puerto, hasta el estero de Domingo Rubio, y en ese panorama brillaban con perfiles siniguales el convento de la Rábida, el monumento de 1892, y los caseríos de Palos y Moguer, éste con la torre de la iglesia que todavía hoy, gracias a esa imagen diáfana con que la definió el poeta moguereño, nos sigue pareciendo, “de cerca, como una Giralda vista de lejos”.
Años más tarde, en 1961, en la recién fundada Radio Popular de Huelva, alguien me habló acerca de una persona, Francisco Romero Gómez, ocho años más joven que Juan Ramón, y que trabajó durante doce para la familia Jiménez, justo cuando el poeta estaba gestando Platero y yo. Lo citamos en la emisora, vino y lo pudimos entrevistar, y fue una entrevista muy pedagógica, porque Francisco, a sus setenta y dos años bien cumplidos, desmontó con sus recuerdos varios de los capítulos del libro. Por ejemplo “La fantasma”, donde Juan Ramón nos narra con su mirada cinematográfica un cortometraje perfecto:
“La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita, aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido, andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no sé qué plenitud sensual…
”Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y piedra entre la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e inundaba el patio. Los últimos acompañamientos –el coche de las nueve, las ánimas, el cartero– habían ya pasado… Fui, tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde –el árbol del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche–, doblado todo sobre el tejado del alpende…
”De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio diferente del que teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro del corazón… Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios.
”Se alejaba la tormenta… La luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de abajo a arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba. Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco. Lo seguimos… Platero: abajo ya, junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano negra por el rayo”.
Se lo leímos a Francisco Romero Gómez, quien nos había asegurado antes que no había leído el libro aunque sí oído hablar mucho de él (¡cómo no, si en Moguer está Juan Ramón hasta en el aire que se respira!), y al terminar ese capítulo le pregunté si fue así como murió Anilla la Manteca, y Francisco, sin vacilar, me respondió: “No señó, la Anilla murió en su cama, de su muerte naturá.”