Jonas Jonasson y los despropósitos de la realidad
Moisés Elías Fuentes
Periodista, productor de televisión, especialista en literatura sueca y española e hispanoamericana, Jonas Jonasson (Suecia, 1961) es un escritor tardío que, con apenas cinco novelas, se ha posicionado como uno de los autores más relevantes y propositivos de la narrativa sueca contemporánea. Puntual y limpio en las descripciones de ambientes y en la introspección de los personajes, Jonasson seduce a través de paradojas en que se asocian el racionalismo del discurso y la absurdidad de las situaciones.
Fiel a esa pauta, desde el prólogo de su quinta novela, Una dulce venganza, Jonasson anuncia un argumento en que la trama gira en torno a la disparatada obsesión de un par de hombres por crear e imponer una sola realidad posible y admisible, obsesión a la que se abocan con tal disciplina y esmero, que a ratos parece lógica:
Muchos años después, cuando Adolf ya no era tan joven, ordenó quemar libros, obras de arte e incluso a personas en nombre de su imagen del mundo, que era la única correcta. A la larga, eso condujo a la mayor guerra de la historia de la humanidad hasta ese momento. Adolf la perdió y murió, ambas cosas.
Su imagen del mundo, sin embargo, sólo se sumió en un profundo letargo.
Por medio de esta escueta alusión a Hitler y el nazismo, Jonasson abre una novela en la que el egoísmo y el patrioterismo del par de personajes han de desamarrar una historia de situaciones tan hilarantes como tenebrosas. Y es que, a reserva de la variedad de personajes que pueblan la novela, quienes provocan los hechos son Víctor Svensson y Hugo Hamlin; el primero, fanático chovinista que se mete a galerista para destruir el arte moderno; feroz individualista el segundo, que convierte la venganza en modo y en medio de vida.
A estos intolerantes, Jonasson opone unos marginales que con su asimetría desentonan en el estrecho mundo de Svensson y Hamlin. Sutil retratista, en Una dulce venganza Jonasson proyecta un grupo de seres comunes que, a pesar de su sencillez, se develan capaces de afrontar situaciones desmesuradas, que los rebasan. Es dicha desmesura la que reúne a Jenny Alderheim, la huérfana defraudada por Svensson, y a Kevin, el hijo negro al que el galerista abandona en la sabana de Kenia. Los reúne y los enlaza al reconocerse en su otredad:
Jenny estaba conmocionada no sólo porque Chagall era uno de sus pintores preferidos, sino porque estaba sentada charlando de arte con una persona de carne y hueso y no con un artista eterno pero difunto: porque estaba intercambiando opiniones. Entonces, se sorprendió planteando una pregunta: –Si te digo Armonía en rojo, ¿qué me dices?
Kevin sonrió.
–Ay, ¡ese Matisse!
Jenny se había enamorado.
Ajenos al mundillo de Svensson y Hamlin, donde el poder económico y el oportunismo exacerbado marcan las fronteras entre realidad e irrealidad, entre razón y absurdo, los relegados Jenny y Kevin desequilibran el microcosmos inmóvil del fascista y el vengativo, cuando lo confrontan con la vida diaria, signada por el azar y el orden, la improbabilidad y la lógica. Dueño de un humor cáustico y elegante, Jonasson enlaza la actitud de Svensson y Hamlin con la de la Europa colonialista que cimentó su pretendida superioridad racial en la invasión de territorios y la esclavización de las poblaciones originarias para explotar los recursos naturales. He ahí el pasaje donde resume la historia de la isla de Mombasa:
Como los portugueses que, en el siglo xvi, se adueñaron violentamente de la zona para aprovechar el puerto y hacerse ricos comerciando con oro y marfil. Más tarde, los árabes de Omán buscaron disputarles el territorio y el negocio. Batallaron durante un par de siglos hasta que aparecieron los británicos, identificaron Mombasa como el sitio perfecto para cultivar café, se hicieron con la isla entera en una tarde y empezaron a mandar agricultores británicos… para que pusieran a trabajar a africanos e indios. Puede que no suene muy bien, pero el café salía rico.
Con este comentario incisivo, Jonasson expone la naturaleza de la relación establecida entre los suecos y Ole Mbatian, el médico curandero de aldea e imprevisto padre adoptivo de Kevin, a quien salva de la muerte en la sabana e instruye en las artes guerreras masáis. Hombres adultos, los europeos y el africano resultan diametralmente opuestos, no tanto por las experiencias de vida, como por la forma de entender al mundo y relacionarse con los otros, porque mientras los suecos basan sus relaciones en el utilitarismo, el africano basa las suyas en la curiosidad por comprender al otro y sus razones.
No es, por tanto, el “buen salvaje” que imagina el detective Carlander, y tampoco el subhumano bruto que ve Hamlin, sino un hombre que actúa con base en su historia, sobre todo cuando se halla en Suecia donde los otros son los que se incomunican, los que evaden responder a las interrogantes de Mbatian, silencio cargado de desprecio del que surgen circunstancias que oscilan entre el cine de risa loca y la crueldad impúdica: “Sesenta metros son moco de pavo para un maestro en el lanzamiento de la porra arrojadiza. Eso sí, a diferencia del arma original, la versión de Clas Ohlson emitía un silbido al cortar el aire. Por eso, Víctor tuvo tiempo de girar la cabeza, preso del asombro, apenas unas milésimas de segundo antes de que el mazo diera en el blanco. Eso explica por qué éste le dio en la sien en vez de en el cogote.”
Habilidoso creador de situaciones disímbolas, Jonasson también es hábil en el enlace de la historia y la ficción, de modo que ésta deviene prolongación de aquélla. Así es como la pintora sudafricana Irma Stern se asoma en Una dulce venganza, no restringida a referencia anecdótica, sino como una persona de presencia tan cierta, que a su alrededor se entabla un conflicto que provoca al mismo tiempo codicia que generosidad, segregacionismo que inclusión, desatino que sensatez.
Tal es el mundo que despliega Jonas Jonasson en su quinta novela, mundo en que se desatan despropósitos que reflejan, con maliciosa similitud, los despropósitos que trastornan a la Europa actual: resurgimiento del fascismo, chovinismo institucionalizado, normalización del racismo. Es el mundo que en las últimas páginas se le anuncia al detective Carlander, junto con el amor de Juanita:
Juanita aceptó la invitación tras la segunda sesión del curso.
Y otro día volvieron a quedar para cenar.
Y después de una tercera cena, pasaron la noche juntos.
La española no era simplemente fuego y política: tenía una risa celestial y unas ganas de vivir que hasta entonces Carlander sólo había visto en el cine. Carlander no quería cometer un error, así que después de pasar la noche juntos le confesó que no sabía nada de arte. Ella soltó una risotada: en el amor y en la guerra todo valía; y no se refería a la guerra que estaba por llegar…