Los anabautistas, practicantes del bautismo de personas conscientes y que de forma voluntaria aceptaban el acto, Menno Simons entre ellos, en el siglo XVI formaron parte de la reforma radical, la cual se diferenció de la reforma magisterial. Ésta se refiere a “las iglesias establecidas del protestantismo clásico, así las territoriales como las nacionales (en oposición a las sectas, comunidades e iglesias voluntarias de la reforma radical). El adjetivo ‘magisterial’ procede de la palabra magistratus o sea la magistratura (concejales, príncipes y reyes)”, señala George H. Williams, en su documentada obra La reforma radical, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1983.
El diferendo hermenéutico entre el catolicismo romano, el protestantismo clásico y el movimiento anabautista tuvo un contexto histórico que es preciso comprender. El hecho de que sobre un mismo tema, por ejemplo el bautismo de infantes o si era legítimo recurrir a la violencia para imponer la fe, cada parte llegó a distintas conclusiones derivadas de su entendimiento de la Biblia, muestra que las condiciones históricas e ideológicas no son determinantes ni mecánicas en la conformación de ideas y creencias.
Los anabautistas al criticar, por su entendimiento del Nuevo Testamento, la simbiosis Iglesia oficial/Estado, estaban poniendo en entredicho un entramado religioso y político que tenía 12 siglos de vigencia, habiendo iniciado con la conversión de Constantino el Grande en 312. Su disidencia bíblica/teológica les hizo, en un mundo en que imperaba la unión Iglesia oficial/régimen político, irremediablemente disidentes sociales y políticos. Los defensores de la unidad religiosa territorial argumentaban en favor de la misma citando preceptos bíblicos. Los anabautistas que se consolidaron como una vertiente diferenciada de la reforma magisterial a partir del 21 de enero de 1525 (al practicar el bautismo de creyentes en Zurich), igualmente fundamentaron su disidencia religiosa/política en pasajes de la Biblia. Surgió entonces un conflicto hermenéutico entre teólogos defensores de la identificación del Estado con una sola confesión y los anabautistas/menonitas que en el siglo XVI defendieron la libertad de disentir de la creencia religiosa oficial.
Menno Simons leyó trabajos de Lutero y otros reformadores, pero en el estudio intenso del Nuevo Testamento halló pautas que le llevaron a distanciarse tanto de la Iglesia católica romana como de la reforma magisterial. Para él, por ejemplo, era inadmisible recurrir a la violencia para defender o imponer creencias. En 1554 escribió La cruz de los santos, excusa de los perseguidores, donde expresa que “por la gracia de Dios que ha llegado a nosotros, hemos convertido nuestras espadas en arados y nuestras lanzas en horquillas, y nos sentaremos bajo la verdadera viña; es decir, Cristo, bajo el Príncipe de Eterna Paz. Y nunca más nos prepararemos para conflictos carnales ni para guerras de sangre. […] Respondemos no conocer ni usar otra espada que aquella que el mismo Cristo trajo a la tierra desde los cielos, y la cual los apóstoles esgrimieron con el poder del Espíritu; es decir, la que procede de la boca del Señor. Esta espada del Espíritu es más aguda que ninguna espada de dos filos, penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. […] Esta misma espada que ceñimos no la abandonaremos ante ningún emperador ni rey, magistrado ni alcalde, porque Pedro dice que tenemos que obedecer a Dios antes que a los hombres. Para la alabanza y el servicio de Aquel que nos ha ceñido con ella, nosotros estamos obligados a usarla, ya fuere nuestra suerte vivir o morir; si esto último agradara a Dios”.
Bajo persecución Menno ejerció su ministerio. El emperador Carlos V (7 de diciembre de 1542) puso precio a la cabeza de Simons. Ofreció recompensa de 100 florines de oro a quien lo entregara a las autoridades. En el decreto se le acusaba de herejía anabautista. No sólo se condenaba en el documento a pena de muerte a Menno, la que podría librar si se retractaba de sus creencias heréticas, sino que también se aplicaría la misma pena a quien le diera protección, le hospedara en su casa, le proporcionara alimentos y diera de beber, conviviera o conversara con él, tuviese sus escritos y/o los distribuyera. Contra todo, las clandestinas comunidades anabautistas lo protegieron de sus perseguidores.