Biblioteca fantasma
Eve Gil
Este es un momento, y el clima social idóneo para leer Harvey, la segunda novela de la muy joven y talentosa Emma Cline (Sonoma, 1989) quien deslumbró a la crítica y al público con su novela debut, Las chicas, publicada en español también por Anagrama, donde recrea el culto de Charles Manson desde la perspectiva de una de sus jóvenes adeptas. En esta que tratamos, Cline aborda otro escándalo mediático. El Harvey al que alude el título es, adivinó, Weinstein, el productor hollywoodense caído en desgracia tras hacerse públicos sus, por así llamarlos, procedimientos para contratar actrices, y que derivó en el movimiento Metoo.
Ahora que en México, dicen, se destapó una cloaca similar, aunque la realidad es que los hechos denunciados eran del dominio público desde hace más de treinta años, sólo que nadie –excepto Molotov– se había atrevido a ponerles nombres y apellidos, ni a nombrar el acto en sí (el eufemismo, como el dinosaurio de Monterroso…), advertimos, a través de esta corta pero extraordinaria novela que se introduce en la mente del personaje aludido con precisión clínica, que todos los canallas de este mundo se creen encantadores y están firmemente convencidos de que la vida conspira injustamente contra ellos. Al ejercicio continuado del abuso de poder, que de eso se trata, le inventan sinónimos, por ejemplo, “descubrir”, “ayudar”, “impulsar”, “aconsejar”, demasiados para tan corto espacio. El Harvey de Cline habita una casa prestada en Connecticut de la cual una tobillera electrónica le impide salir en los días previos al juicio, cuyo desenlace conocemos: está encarcelado, a la espera de un segundo juicio que podría devolverle la libertad pero jamás, jamás la credibilidad. La sociedad se ha vuelto demasiado intolerante con estas debilidades; la sociedad, se dice Harvey, no soporta a un hombre que no se castre. Su arrepentimiento es muy relativo porque no deja de justificarse ante sí mismo, aunque, como temiendo que alguien le hubiera injertado un lector de pensamientos, es sumamente cauteloso en ese sentido, ni siquiera se permite apreciaciones misóginas, no inculpa a nadie en particular, se asume –ya lo dije– una buena persona, aunque sus argumentaciones al respecto llegan a ser hilarantes, como cuando se compara con Roman Polanski que esquía tranquilamente por los Alpes mientras él, Harvey, es tratado como un vulgar depredador: “Lo de Harvey en comparación era poca cosa. Eran mujeres adultas. ¿Se había follado Harvey a alguna adolescente? No. ¿Les había dado Harvey Quaalude? No.” Aunque el exmagnate no puede tener la certeza de que absolutamente todas sus víctimas hayan sido mayores, y es un hecho, en cambio, que todas tenían la edad de sus hijas, sin importar qué tan cerca o lejos estuvieran de los reglamentarios dieciocho, la injusticia que percibe en la libertad del cineasta polaco, así como la total ausencia de miedo con que se le aproximan la guapa enfermera que lo cuida y su pequeña nieta (con su madre, hija de Harvey, siempre al acecho) le permiten, no sólo albergar esperanzas de que el jurado será benigno con él, sino de algo todavía más improbable: recuperar glorias pasadas. Hasta empieza a juguetear con un nuevo proyecto. Ha visto a Don DeLillo en la entrada de la casa frente a la suya, acaso tratando de pasar inadvertido también –¿qué no vive en Nueva York?– y éste, al sentirse mirado por el vecino, está seguro, lo ha reconocido, ¡le ha sonreído!… Harvey recuerda de pronto aquella novela maravillosa, Ruido de fondo, y piensa que puede llevarla a la gran pantalla… que DeLillo estará encantado, feliz de que su gran obra se traduzca a una enorme película… además, sí… está seguro de que el escritor le ha sonreído. Estará convencido de que se ha cometido una injusticia contra él, aunque no se atreva a manifestarse al respecto: ¿cómo culparlo? Este es uno de esos momentos en que Harvey borra su parte monstruosa y vuelve a ser aquel niño cinéfilo que se entristecía al advertir que se acercaba el final de una película.