Jesús Gardea y Hermenegildo Bustos: la narración de la pintura
Roberto Bernal
Para los maestros Agustín Ramos
y Enrique Flores
La luz de las llamas
En la sala de recepción del hotel Hacienda del Norte, en Delicias, Chihuahua, hay una pequeña acuarela que representa a la región hace setenta u ochenta años: una fila de chozas levantadas en medio del desierto, entre mezquites, y la sombra inclinada de un solo hombre.
Durante esa época, una carreta impulsada por mulas era el único transporte público en Delicias. La conducía un hombre que lo perdió todo –incluso la carreta y las mulas– en un juego de cartas. En esa misma carreta, la familia Gardea hizo varias veces el camino a la estación del tren en dirección a Chihuahua Capital. Allá estaba hospitalizado don Vicente Gardea, padre de Jesús.
En Delicias no había electricidad. Por la noche era habitual para Jesús Gardea ver los rostros de su familia detrás de una vela. En alguna de esas noches, él y su hermana Graciela, todavía pequeños, se quedaron dormidos con la luz de la vela encendida encima del buró. Horas más tarde, el cuarto estaba en llamas.
Ya desde entonces la luz del fuego fue jerarquía para Gardea.
A Jesús Gardea le interesaba bastante el trabajo del destacado pintor y retratista Hermenegildo Bustos; tanto, que ofreció conferencias sobre sus pinturas en la Universidad de Wisconsin-Madison, en 1988. En estos retratos, Bustos arroja luz sobre rostros y manos, el resto lo deja a la sombra. Son, casi siempre, retratos con fondos oscuros y grises, difusos, sin ningún decorado. Esta composición de los personajes desde las penumbras parece crearle afinidades con Jan Lievens; pero en Lievens la luz es beatitud y los personajes la reciben incluso con sumisión. En Bustos, en cambio, el valor tonal implica también despojo: es la luz y los personajes, a los que se suman –con bastante sutileza– el tintineo de un arete, un medallón, un anillo, incluso una moneda, como un candor, del mismo modo que en Jesús Gardea el ojo se encandila ante el brillo de una chapa, un foco, una cuchara.
Los personajes de Bustos aparecen desconcertados y malhumorados, en otros hay un evidente gesto de desaprobación frente a la luz que los revela y los saca de las sombras. En Gardea hay esta misma labor pictórica: la iluminación como creadora de hechos y gestos sutiles. Vemos un sombrero que crea media sombra en el rostro, ojos que se cierran a la luz, árboles que crean hilos de sombra, cajas de cartón como máscaras, plazas que son fuga de sombras. La huida es hacia la bruma, hacia la alteración de la sintaxis.
Aunque era mestizo, a Bustos le gustaba decir que era “indio”, y lo decía con orgullo. En 1852, apenas unos días después de haber sido nombrado presidente de la República, Benito Juárez visitó la Purísima del Rincón, Guanajuato, donde nació y vivió Bustos toda su vida. Un día, Bustos fue a ver al presidente y le pidió permiso para hacerle un retrato. Juárez accedió. Sin embargo, décadas después, en una revuelta, el retrato fue quemado. Ya estaba ahí la luz de las llamas.
La escritura como fuente de iluminación
Pero es en los exvotos de Hermenegildo Bustos donde la narrativa de Jesús Gardea encontró su mayor vínculo con el trabajo del pintor nacido en Guanajuato. Sobre todo en el procedimiento, uno, además, inverso.
En estos exvotos apreciamos distintas personas que ofrecieron su testimonio acerca de haber sido socorridos por la voluntad divina. Personas que libraron la muerte o que salieron de una enfermedad incurable. En todo caso, el pintor entrevistó directamente a sus personajes para escuchar de viva voz cuál fue y cómo ocurrió el milagro. Y tomaba nota, es decir, redactaba su propia narración del relato. Tal necesidad obedecía a una razón muy puntual: sin esta narración escrita, llegó a decir el propio Bustos, no podía sacar adelante el trabajo de sus pinturas.
Para Jesús Gardea debió ser significativo el hallazgo –posiblemente entre los años 1983 y 1984– del procedimiento de Bustos, y cobraría una incidencia destacada en su escritura. En 1985, con la publicación de la novela Los músicos y el fuego, inauguró un cambio radical en su prosa, no sólo por una puntuación ahora notablemente abrupta y que se sumó a la elipsis y el hipérbaton –dos rasgos característicos de su escritura–, sino porque el tempo narrativo ahora es regulado por la iluminación. Lo que consiguió con ello Jesús Gardea es la fragmentación o dispersión de la imagen, digamos algo semejante a un gran vitral, como un rompecabezas que el propio narrador va armando con lentitud y con una auténtica paciencia de alfarero, de tal manera que la imagen parece estática o –como ocurre en muchos casos– petrificada. Ahora los hechos, tanto como los escenarios, son producidos por la iluminación y el color. En realidad este procedimiento de Jesús Gardea, el de pintar y dibujar, tenía como objetivo revelar la trama de la novela, el del cuento, del mismo modo como Bustos revelaba la pintura a través del relato. Unos pocos versos del poeta italiano Valerio Magrelli sintetizan el procedimiento del narrador chihuahuense:
“Ahora dibujo/ mientras relato lo/ que el bosquejo va diciendo.”
“Escribir es como dibujar, […] porque cuando uno está escribiendo es como si estuviera haciendo un dibujo de Ingres; yo sigo una línea precisa y vibrante como la de él”, dijo alguna vez Jesús Gardea, y agregó: “Me gusta contemplar la obra de arte: el grabado, el dibujo. Eso me lleva a escribir de la manera que escribo. Mi ojo me lleva a relacionarme con el lenguaje.” Es muy probable que el escritor chihuahuense estuviera al tanto de la poesía y de la narración ecfrástica, esto es, la descripción vívida, detallada y precisa de un objeto plástico o de un objeto visual, su representación verbal. No cabe duda de que nada podría describir mejor el cuerpo general de la obra de Jesús Gardea. Sin embargo, la gran pregunta que nos plantea esta escritura tan original es la siguiente: ¿es posible la representación de un objeto oculto? Es la propia narrativa de Gardea –quien, de acuerdo con sus propias palabras, nunca sabía sobre qué iba a escribir– la que nos responde positivamente: el lenguaje de la escritura también es alumbramiento, una vela que ilumina y nos ayuda a ver lo oculto. Si nos apropiamos de las palabras del pintor holandés Bram van Velde, podríamos decir que para Jesús Gardea escribir significaba “un intento por ir. Ir a ver. Ir hacia la visión”.