En un texto sobre el muy potente y muy político filme Saló o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975) un crítico se refirió al uso que el cineasta hace de la Carmina Burana de Carl Orff en su soundtrack, afirmando categóricamente que se trata de música fascista. Y yo me preguntaba si lo fascista era la música, o el compositor, o su intención, o los textos, o qué diablos. En todo caso lo que sí podía ser sujeto de discusión es si Orff mismo era fascista, o nazi, o algo parecido, o no.
¿Cómo olvidar el indeclinable y potente compromiso político del compositor italiano Luigi Nono? ¿Cómo olvidar al pobre de Dmitri Shostakovich, quien vivió una parte sustancial de su vida acosado y acorralado por Josef Stalin y sus burócratas culturales por motivos políticos?
Hay quienes dicen que el arte y la política deben estar separados. Hay quienes dicen que todo arte es político. Yo me inclino a creer que hay un punto intermedio entre estas dos posturas. La música, ciertamente, no ha sido ajena a esta polémica, y qué bueno que así haya sido y así sea.
En las semanas recientes me ha tocado dialogar, a veces con singular aspereza, con algunos individuos a quienes podría definir como politólogos de sofá y café con leche. Me han regalado con versiones muy similares del discurso (probablemente aprendido en Wikipedia) que describe cómo la OTAN, guiada evidentemente por Estados Unidos, se ha dedicado a aislar, hostigar y acorralar geopolíticamente a Rusia, usando desvergonzadamente a las naciones de la antigua Unión Soviética, especialmente a Ucrania, como peones de su perverso juego. (Hay mucho de cierto en ello, como también hay mucho de cierto en que Tovarich Putin no es ninguna hermanita de la caridad.) Y acto seguido, mis interlocutores proceden a celebrar como focas aplaudidoras, de esas que hoy abundan, la invasión rusa de Ucrania, usando toda clase de sofismas justificantes.
Lo que ocurre hoy en Ucrania ha provocado un enorme despliegue de hipocresía que ha tenido repercusiones, muy difundidas y comentadas, en el mundo de la música. Se ha desatado una desaforada campaña de linchamiento contra los músicos rusos, entre los cuales destacan por su fama y presencia mediática el director Valery Gérgiev y la soprano Anna Netrebko, aunque no son los únicos. ¿Dónde están, y quién va a marcar, los límites entre la neutralidad, la aquiescencia y la complicidad? No me he enterado de que Gérgiev o Netrebko hayan proferido llamado alguno a degollar ucranios. Pero, puesto que son muy visibles, son chivos expiatorios ideales. Si no estoy equivocado, ninguno de quienes hoy vociferan sus afanes censores contra los músicos rusos levantó la voz con igual volumen para censurar a músicos de otras potencias belicosas, especialmente Estados Unidos. Entiéndase: tan execrable es esta invasión como tantas otras; pero los justicieros
de hoy han tomado el camino fácil de navegar con los vientos propicios del momento. No hay que olvidar tampoco que muchos músicos han tomado ese camino fácil más de una vez, ayer en un sentido, hoy en el sentido opuesto. Ayer, cobijando y justificando regímenes y personajes impresentables; hoy aplaudiendo sin pudor alguno y con el mismo entusiasmo a los que antaño eran opositores, y obteniendo por ello ventajas evidentes, y llevando mucha agua a sus respectivos molinos. ¡Claro que la música puede ser política! Y los músicos también; pero cuando en el debate aparecen los hipócritas, los gatopardistas y los chaqueteros, ambas cosas se degradan, la música y la política. Esto ocurre en todas partes, y nuestro entorno no es la excepción. Ahí está, un ejemplo entre muchos, el reyezuelo zacatecano que hace unos días prohibió a Chaikovski. ¡Viva, bravo!