Observó con empática valentía el arrojo de los oaxaqueños insurrectos en 2006. Encontró el hermoso rostro de la rebeldía, el digno rostro que existe donde eso es lo que hay.
Sus fotos tomadas en Bolivia resuenan entre lo individual e íntimo de los personajes, y ese ser comunitario que asoma en las esquinas de un país tan plenamente indio. Sus personajes, sean personas, grupos o calles, esquinas o plazas, el desierto o la inmensidad, adquieren una fuerza que nos impone una presencia evanescente que regresa y vuelve a regresar.
Dijo Nadja de sí misma y su fotografía: “Lo que me atrae son los rostros, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo y cuentan una historia. El paisaje es como la tela de fondo, su función en mi fotografía es enfatizar lo que intento: captar una mirada, una anécdota, un momento de gravedad, una interioridad que me hablan. Es el blanco y el negro lo que mejor corresponde –mas no exclusivamente–, a lo que quiero expresar en la fotografía. El blanco y negro revelan la luz escurridiza que emana de una cara, un paso de danza, una escena. Soulages solía decir de una de sus pinturas totalmente negras que el negro está presente únicamente para reflejar la luz. Para mí el blanco y negro tiene ese poder de capturar y proyectar lo intangible”.
Con sus hijas, Baku y Justine, creó una dilatada y delicada obra de arte. Ellas como sujeto, como cocreadoras y espejo. Uno pensaría en Sally Mann, que también se hizo fotógrafa retratando a sus hijos, especialmente hijas. Pero Nadja no las sexualiza como Sally, más bien las esculpe en el tiempo (usando la definición de Tarkovski) en un espíritu art noveau, y las sigue hasta donde le da la vida. En su joven belleza ama la belleza. Con ellas aún niñas incursiona en Mitla y más lugares. Después fueron creciendo aquí y allá, a veces entre gitanos, a veces de cara al mar, en la ventana, en un sofá, en la pulcritud de los espacios, entre mujeres mayores.
El toque europeo, francés si se quiere, a la Martine Frank, llegaba con ella a la campiña de Rumania y las montañas mixes, llevada en andas por mujeres en las carretas de una caravana de gitanos. A veces ve sólo piedras, o un paisaje con caballos.
Y tantas hijas y madres más del mundo que retrató posando para ella, actuando, jugando, soñando para su cámara el sueño de la vida despierta.