Del mito del progreso a la simulación de la felicidad
José Rivera Guadarrama
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Somos seres mortales, únicos e irremplazables. Este es un rasgo característico de la naturaleza humana. Sin embargo, el actual modelo económico capitalista enfatiza lo contrario: a falta de capacidad para realizar determinadas actividades laborales, podemos ser reemplazados por otros más capaces que nosotros. Por lo tanto, esta dinámica se ha implantado en nuestro imaginario, degradándonos cada vez más en nuestros complejos de inferioridad y exaltando a otros, hasta generar una absurda competencia deshumanizante o, quizá mejor dicho, una incompetencia humana.
Fue a partir del siglo XIX, con la consolidación de la industrialización, que se comenzaron a enfatizar estos nuevos desplazamientos. Décadas antes, para las culturas arcaicas, el cosmos era la referencia de lo absoluto y de lo real. Durante la Edad Media, dicha relación fue suplantada por una divinidad de nuevo carácter a través de la fe cristiana. Así hasta los albores de la Modernidad, época en la cual se colocaría al ser humano y a la razón científica como centros de adoración mediante la creación de nuevas y útiles herramientas.
Si bien no es posible reducir cada época a unos cuantos términos, a una expresión que se presente como un todo coherente, sí es factible vislumbrar la historia mediante acontecimientos importantes. Sin que esta etiqueta temporal parezca una mercancía heterogénea a la que se muestra como un todo congruente, es necesario abordar y cuestionar la idea del mito del progreso y la felicidad que promete esta etapa capitalista.
La felicidad como técnica
Todas las sociedades dominantes han insistido en el necesario perfeccionamiento de sus herramientas. Partiendo de su mejoría, se puede observar el grado de aprovechamiento que han realizado para el mejor desempeño de sus funciones. Es así que, en su relación con el mundo, los individuos descubren que éste les ofrece las condiciones que posibilitan su vida. Lo descubren mediante la experiencia. Pero, a su vez, es una naturaleza que al mismo tiempo que brinda estas condiciones que posibilitan la vida de los seres humanos, los amenaza.
Por lo tanto, la ideología que hoy parece haber triunfado ya no niega el hecho de que la destrucción sea el precio del progreso, sino que la justifica bajo una nueva racionalidad: la felicidad capitalista. Somos más productivos mientras más bienaventurada consideremos nuestra condición social. En ese sentido, la fatiga laboral, la enajenación, la explotación, es menor, y es un refrescante que justifica el hecho.
Las sociedades más productivas son las que mayor satisfacción han desarrollado en sus lugares de trabajo. Todas las fórmulas quedan reducidas a la implantación de “recetas técnicas” para afianzar esta estructura. Por lo tanto, la felicidad capitalista es una mera técnica que hay que perfeccionar de manera progresiva para asegurar la estructura llamada progreso.
Ya no trabajamos con la óptima conciencia de que somos útiles, sino con la humillante y angustiosa sensación de que en cualquier momento podremos quedar obsoletos y desplazados de aquel privilegio otorgado por una efímera gracia del destino, un privilegio del que quedan excluidos muchos otros seres humanos por el mero hecho de decir que el empleo es nuestro y sólo nuestro.
Los desarrollos tecnológicos y el perfeccionamiento en las herramientas siempre tendrán relación con el poder, debido a que lo más óptimo y eficiente es más proclive a ser manipulado. No se puede suprimir la opresión mientras subsistan las causas que le dan origen, a no ser que surja una nueva concepción de la vejación, ya no como usurpación de un privilegio sino como órgano de una función social.
La teología de la modernidad
De lo anterior deriva que Franz Hinkelammert diga que la ciencia es la “teología de la modernidad”, criticando el hecho de que la ciencia oculte sus propias mitificaciones en su aparente secularidad. Y es frente a este riesgo que se fundamenta el progreso, pero como un sustituto de lo que fue la divina providencia, la cual vela ante lo adverso y establece condiciones para la tranquilidad espiritual.
Esto último es, en realidad, el trasfondo del discurso del desarrollo que ha encumbrado a las sociedades capitalistas. Para abordar el tema del progreso es indispensable desestimar el prejuicio ilustrado que ha condenado a lo mítico, reduciéndolo a la esfera de la falsedad, la mentira o, peor aún, al ámbito de la inferioridad atribuida al pensamiento exclusivo de las culturas primitivas. Quitándole toda esa carga negativa, se le debe comprender como un factor constitutivo del ser humano.
De esto se sigue que el progreso no es la etapa que supera los mitos, sino que ocupa el espacio otrora mítico para pensarse y fundarse a sí mismo. El espacio mítico está en íntima relación con la necesidad de la institucionalización y su justificación. Asimismo, es un espacio interno que el ser humano ocupa para entenderse a sí mismo y al mundo que le rodea, ubicándose en él. Ya Fontenelle había objetado el supuesto beneficio del progreso. Según él, la invariabilidad de la naturaleza determinaba que el humano sería, en lo psicológico, siempre el mismo y sus pasiones permanecerían también invariables. Esto es, que algunas veces experimentará estados de euforia y otras serán de desasosiego. Intervalos que, a pesar de contener variantes, no pueden salir de sus límites.
Fue indispensable que la organización de la sociedad se guiara por una ciencia positiva. Así surgieron los primeros desarrollos de la sociología como ciencia, los cuales vendrían a consolidar la idea del progreso como una ley general de la historia y del futuro de la humanidad. Lo que daría marcha a las sociedades estaría fundada en la fórmula “orden y progreso”.
Progreso y abundancia igual a futuro: la falacia
Aquella búsqueda de una existencia centrada en la abundancia de objetos materiales y de la libertad para gozar de ellos se mantiene con el mismo énfasis en la sociedad tecnológica pero bajo una nueva forma, dado que el aparato productivo requiere ahora una constante creación de necesidades que lleva al límite esta concepción de la felicidad.
En esta nueva racionalidad, el mundo de los valores humanitarios, morales y espirituales y, en general, todas las ideas que no pueden ser verificadas mediante un método científico, ya no son reales; permanecen en el plano de los ideales sin perturbar la forma de vida establecida.
En su obra La conquista de la felicidad, Bertrand Russell proponía alternativas para deshacerse de las principales causas de la infelicidad, privilegiando el afecto y el sentido común. La felicidad, decía, no estará en la acumulación ilimitada de “insignificancias”, dependerá más del interés amistoso por las personas o las cosas que nos rodean. Sin embargo, el totalitarismo, tal como ha surgido en la modernidad, especialmente a partir del siglo XX, tiene su fundamento en la correspondencia entre la utopía y el mito del progreso. Surge en el momento en el que se identifica la obediencia perfecta a una estructura con su ley como el único modo de alcanzar o realizar la utopía que se promete. Es así que el mito del progreso nace del presupuesto moderno de que algo tiene valor en cuanto sirve para algo, y es afín a esa razón instrumental.
Del deber al poder: continuidad y sociedad del dopaje
El filósofo norcoreano Byung Chul Han analiza esta cuestión contemporánea en su obra La sociedad del cansancio. Ahí anota que el cambio de paradigma de una sociedad disciplinaria a una sociedad de rendimiento denota una continuidad en un nivel determinado. Según parece, al inconsciente social le es inherente el afán de maximizar la producción. El poder eleva el nivel de productividad obtenida por la técnica disciplinaria, esto es, por el imperativo del deber. En relación con el incremento de productividad no se da ninguna ruptura entre el deber y el poder, sino una continuidad.
Del concepto de felicidad capitalista pasamos a la sociedad de rendimiento como ente activo que está convirtiéndose, de manera constante, en una “sociedad de dopaje”, como diría Buyung Chul Han, cambiando, además, nuestra experiencia con el trabajo: ahora ya no necesitamos capacidad imaginativa para resolver los problemas, al contrario, aplicamos soluciones rápidas y eficientes para dar vía libre a lo lucrativo. Así, en lo laboral, las ideas no son necesarias, la opinión no cuenta a no ser que su discurso contenga beneficios económicos para quien desee capitalizarla.