Los jesuitas optan por permanecer, para hacer valer la dignidad de la vida, paz, justicia y reconciliación.

Mirada desde la Tarahumara
Mario Patrón
La agenda informativa de los últimos días ha estado marcada por el asesinato de dos sacerdotes jesuitas, Joaquín Mora y Javier Campos junto a Pedro Palma, un guía turístico de la región tarahumara, quienes fueron ultimados en la iglesia de Cerocahui, comunidad ubicada en Urique, Chihuahua. Su asesinato estuvo precedido por el ataque y secuestro a otros dos habitantes de la comunidad, los hermanos Paul y Armando, quienes continúan desaparecidos, en tanto que los responsables de ambos hechos no han sido aprehendidos.

Con motivo de la tragedia, la Compañía de Jesús condena una vez más la violencia generalizada que azota al país, y refrenda su opción preferencial por los pobres y, con ello, ha ratificado también la vigencia de su misión histórica tanto en la sierra Tarahumara como en otros rincones de nuestra nación donde prevalecen condiciones de exclusión y vulnerabilidad para sus comunidades, y donde la institucionalidad del Estado está ausente. Frente al miedo y la violencia, los jesuitas optan por permanecer en esas comunidades, aprendiendo de ellas, y construyendo puentes para hacer valer la dignidad de la vida a través de los instrumentos de la paz, la justicia y la reconciliación.

Dolorosamente, los hechos ocurridos en Cerocahui no son actos aislados, sino reflejo de una situación de alcance nacional que condiciona y lastima la vida de millones de personas; una situación cuya gravedad hace cada vez más evidentes los numerosos adeudos de las instituciones públicas ante la legítima exigencia de justicia y seguridad de la sociedad. Por lo pronto, la verdad de los hechos ocurridos el 20 de junio en Urique siguen sin esclarecerse, hay dos personas desaparecidas y los autores de estos delitos no han sido detenidos. Asimismo, la narrativa hasta hoy difundida, que concentra en El Chueco la total responsabilidad por los crímenes, parece omitir la atención que merece todo el andamiaje estructural que permite la macrocriminalidad e impunidad en aquella y otras regiones del país.

Una objetiva ponderación de lo ocurrido subraya la urgencia de medidas concretas de no repetición, la estancia permanente de las autoridades de seguridad en la zona, una investigación que considere los factores estructurales detrás de los hechos, la atención inmediata de las condiciones de impunidad, la puesta en marcha de un plan efectivo de pacificación del país en colaboración con las comunidades y la sociedad civil y, desde luego, poner fin a la enconada resistencia del gobierno federal a rediseñar la estrategia de seguridad que, pese a sus ostensibles evidencias de fracaso, sigue vigente en México desde hace tres lustros.

Son plausibles los esfuerzos gubernamentales que permitieron dar respuesta a las necesidades de protección inmediata, así como hallar e identificar los cuerpos de las víctimas en un lapso menor a 72 horas, pero lo que esto refleja también es que la procuración de justicia, ante la crisis de violencia y desaparición en México, está sujeta a la mediatización de los casos y a la disposición y voluntad política. Todos los días mujeres y hombres son privados arbitrariamente de la vida. Desde el inicio del sexenio de Calderón hasta la fecha, las víctimas de homicidio son ya alrededor de 300 mil personas, y más de 100 mil permanecen desaparecidas en nuestro país. Todas merecen verdad, justicia y reparación con la misma disposición con la que se ha atendido el caso de Cerocahui.

Frente a la espiral de violencia que padecemos en México, no deja de preocupar la actitud del Presidente, quien pone bajo el filtro de la polarización este tema urgente. Durante la mañanera del 27 de junio, defendió una vez más su estrategia de seguridad y asegura que quienes condenan los hechos en Cerocahui olvidan las masacres y la violencia ocurridas en sexenios anteriores, esta vez dirigiendo sus descalificaciones sobre los religiosos, asegurando que algunos están apergollados por la oligarquía mexicana.

La declaración del Presidente amerita un análisis serio: ¿quién es el apergollado? Los jesuitas han construido a lo largo de la historia de México una larga tradición de defensa de los derechos humanos. Recordemos su papel frente al levantamiento del EZLN, en 1994, su respaldo al movimiento Yo soy 132, en el 2012, y su trabajo para acompañar la demanda de verdad y justicia para los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa; por no mencionar una a una sus obras sociales, pastorales, y educativas presentes en todo el territorio nacional.

La presencia jesuita en la Tarahumara se remonta al siglo XVII. Su trabajo se ha distinguido por el sincretismo con la cosmovisión rarámuri, la defensa de sus costumbres, ritos y tradiciones frente a la hegemonía de la cultura moderna, y la defensa de sus derechos humanos y su dignidad ante la violencia que históricamente ha estado presente en la zona; con momentos especialmente álgidos, como ocurrió desde finales de 2006 y que tuvo su expresión más cruenta en la masacre de Creel, ocurrida en 2008.

Como lo subrayó el provincial de la Compañía de Jesús en México, Luis Gerardo Moro, S.J., en su mensaje en la misa de cuerpo presente por los jesuitas asesinados, Javier y Joaquín, lucharon por defender la dignidad y la identidad de las comunidades rarámuris en la sierra Tarahumara; su sacrificio recuerda al de los mártires de la UCA, al de Rutilio Grande, al de monseñor Romero, y al de tantos otros que han dado la vida por la justicia y la paz. En memoria de Joaquín y Javier, y por la sangre de tantas personas asesinadas y desaparecidas en el país, el llamado es a emprender un nuevo camino común de paz, y ello supone exigir a las autoridades una investigación a fondo de la realidad en la sierra Tarahumara, la protección inmediata y permanente de las comunidades, y el rediseño de una estrategia de seguridad de corte militar que, a dos años y medio de que finalice el presente sexenio, no ha logrado que la sociedad mexicana deje de estar apergollada por la prevalencia del crimen organizado en amplias zonas del país, donde la institucionalidad pública es inexistente o, en su defecto, existe pero opera al servicio de los intereses de redes ilícitas de poder.

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