«Cármenes» de Cayo Valerio Catulo, con introducción de Rubén Bonifaz Nuño, 1969, UNAM.

El amor y la cólera: Catulo visto por Rubén Bonifaz Nuño

José Ángel Leyva

A principios de los años ochenta tuve la fortuna de recibir de manos de la maestra Beatriz Quiñones, escritora durangueña y generosa impulsora de jóvenes afectos a la lectura, un libro que cambiaría mi vida: Cármenes, de Cayo Valerio Catulo, con introducción, versión rítmica y notas de Rubén Bonifaz Nuño, primera edición, 1969, con sello de la UNAM. Si bien los poemas de Catulo me conmovieron y desconcertaron por su ritmo y su sintaxis, el estudio introductorio de Bonifaz Nuño causó un profundo efecto en mi espíritu. El traductor hablaba del poeta latino como si se tratase de un alter ego y lo presentaba como una persona nada sublime, cargado de defectos humanos: avaricia, envidia, celos, maledicencia e hipocresía, pero dotado de un talento extraordinario para la escritura y la poesía, la erudición y el sufrimiento amoroso. Por ese mismo tiempo leí Los idus de marzo, de Thornton Wilder, y mi visión de Catulo se hizo más rica y más compleja.

Thornton Wilder desenmaraña la compleja red de sentimientos y personajes a través del intercambio epistolar entre los personajes de la trama. Como buen dramaturgo, antepone la segunda persona del singular para exponer a un lector, posible espectador, no sólo la acción dramática sino el rumor de las emociones y las intrigas, el papel de los personajes, los perfiles de cada actor, las motivaciones de sus actos. La novela completa el cuadro que el polígrafo mexicano delinea en su estudio introductorio a los Cármenes de Catulo, mismos que él había traducido. Años después tuve en mis manos El amor y la cólera, Cayo Valerio Catulo, publicado en 1977; un estudio ampliado a partir de la Introducción a los versos del poeta veronés, que ahonda en la personalidad y los referentes culturales que nutren la poesía de Catulo, sus motivaciones, su desgarrón amoroso y la paradoja que encierra el propio título del estudio-ensayo.

La ponzoña del poeta

En ambos trabajos con propósito distintos, pero nacidos del mismo impulso, Bonifaz Nuño nos obsequia no sólo un retrato sino un recorrido, a la manera de Dante, por los infiernos del poeta. La vehemencia del mexicano toca la fibras más profundas del personaje, que muere en el año 54 aC. Aún existen dudas sobre si su nacimiento sucedió treinta o treinta y tres años antes de la fecha funesta. Como quiera que sea, hablamos de un hombre de alrededor de treinta y tres años de edad. Bonifaz afirma categórico al inicio de su estudio de Poemas a Lesbia: “Toda juventud es sufrimiento.” Ya antes, en su estudio introductorio a los Cármenes, sostenía: “Hay, en todo verdadero gran poeta, una médula básica de malignidad, mezcla de admiración y desprecio profundo por los hombres, con la cual él se considera a veces a sí mismo, y mira, siempre, hacia todo cuanto externamente lo condiciona. Pocas colecciones de poemas manifiestan, como la de Catulo, la iluminación de esa ponzoña.” (VIII).

En la poesía de Rubén Bonifaz no hay una influencia manifiesta del poeta latino, tampoco se advierte una sentimentalidad similar, mucho menos sus malignidades. No obstante, hay una identificación irrefutable, una especie de fascinación por la derrota amorosa, por el infortunio que acicatea la urgencia de los versos como único bálsamo y testimonio de su pasión. El encuentro con Catulo no es casual, así lo acusan sus libros de juventud. Es la crónica de una cita anunciada en La muerte del ángel (1945), Los demonios y los días (1956), y particularmente en El manto y la corona. Uno de esos poemas amorosos canta: “En dónde ha quedado la tristeza?/ ¿En dónde, el amor?¿Cómo es posible/ que se niegue tanto, que se soporte/ que se niegue tanto? ¿Dónde han quedado/ la violencia, el alma, la sangre?” (Los demonios y los días, en De otro modo lo mismo, Letras Mexicanas, pág. 122).

 

La negación del héroe

En la entrevista que realicé a Bonifaz Nuño, publicada en el número 37 de la revista Alforja (verano de 2006), él narra que durante el movimiento de 1968 se encontraba en plena traducción de los Cármenes y seguramente en la reflexión de lo que sería su estudio introductorio. La identificación del académico con las causas de la juventud mexicana es inocultable, veía en ese movimiento la esperanza y el deseo de una sociedad más digna y justa, más libre, más inteligente, más culta y más creativa. Advertía, no obstante, que esa acción estaba destinada a la derrota; el fracaso era evidente. En ellos encarna su visión del héroe. Catulo, paradójicamente, no es ese héroe, sino, en algún sentido, su negación. Es, sí, la figura del ángel inconforme, portador de virtudes celestiales; embriagado con el rencor y la ira, con un deseo incontrolable que lo abre en canal como bestia en el matadero. Ángel enfermo, arrastra las alas por el suelo sin hallarse satisfecho de sus bienes, de su condición social, del reconocimiento que el propio César dispensa a su excelencia como poeta, y que, en determinado momento, perdona sus excesos. No sólo los cortesanos, el propio emperador romano era destinatario de sus diatribas, de sus versos procaces, que el pueblo publicaba sobre los muros de Roma. Catulo, de algún modo, encarna también el albatros baudelaireano, torpe e indigno en su andar.

Bonifaz Nuño aclara, en la mencionada conversación para la revista Alforja, que si bien se siente atraído por la poesía de Catulo, hay entre ambos una diferencia de fondo. El veronés se muestra incapaz de asumir una responsabilidad como hombre, sin denostar a la mujer amada, llevando en silencio el sufrimiento y la incompletud. En El manto y la corona se escucha este lamento: “Porque soy hombre aguanto sin quejarme/ que la vida me pese;/ porque soy hombre, puedo. He conseguido/ que ni tú misma sepas/ que estoy quebrado en dos, que disimulo;/ que no soy yo quien habla con las gentes,/ que mis dientes se ríen por su cuenta/ mientras estoy, aquí detrás, llorando.” Estos versos son claves para comprender lo que el poeta mexicano afirma como elemento diferencial entre la admiración por la poesía de Catulo y su conducta social, ética, existencial, pero sobre todo amorosa, dispuesto siempre a recibir migajas de placer y humillaciones, cargado de pasión y de un rencor que se destila en venenosos poemas, en intrigas y en reclamos.

 

De cómo la virtud convive con el vicio

Allá por los años noventa, Literatura del INBA organizó lecturas de poesía en las cantinas. Era una experiencia sui generis. Bonifaz Nuño aceptó ser parte de ese programa y recordaba que cuando intentó leer, la gente no callaba ni los empleados apagaban los televisores. Se disculpó con la ruidosa concurrencia, que bajó un poco el volumen del barullo. Les dijo que se sentía un intruso, un invasor a quien nadie conocía. Un chico que estaba sentado en la barra y con claros efecto del alcohol levantó la cabeza y la voz: “Maestro Bonifaz, lo conocemos muy bien, usted y su poesía nos acompañan.” En medio de su embriaguez, el muchacho soltó de memoria un poema del libro Albur de amor. Bonifaz contaba que lo dejó estupefacto escuchar sus propios versos en la voz de aquel muchacho. Era su poema, pero le sonaba extraño, casi desconocido en la experiencia de otro hombre. La personalidad del académico, del versificador perfeccionista que era Rubén Bonifaz, chocaba ante aquella muestra de popularidad. Su poesía navegaba entre dos o más aguas. Por un lado, el cultismo y una musicalidad compleja, una construcción difícil de descifrar por un oído poco diestro, y por el otro, poemas que se aproximan a la canción popular y al juego de palabras, al albur y los retruécanos callejeros. Su libro Calacas es un ejemplo. Lo es también, aunque en sonetos, Pulsera para Lucía Méndez; juegos quizá de una lejana juventud.

A diferencia de grandes personajes a quienes dedica poemas de honda admiración, como Bolívar, Ulises, Teseo, Eneas, Hipólito, o de extrañeza como es el caso de Amnón, Edipo, Judá –consignados, salvo el primero, en As de oros–, Catulo no ocupa su atención lírica ni épica, lo destina a la reflexión y a la prosa, al estudio literario y casi psicoanalítico. El amor y la cólera es un ensayo lúcido, descarnado y poético a la vez, una pieza de relojería que arma y desarma ante nuestros ojos para mostrarnos cómo el corazón de la poesía y del poeta andan por caminos diferentes en los meandros de la conciencia, cómo la virtud convive con el vicio, y la realidad siempre queda estrecha y corta a la insatisfacción incurable del poeta, que suele ser víctima de sus propias urgencias.

 

Tres solitarios irredentos

Aunque algunos críticos opinan que, entre los poetas latinos, es más afín a Catulo, me parece que hay, en realidad, sobre todo en su vejez, sentimientos encontrados, incluso en la calidad de su traducción porque reconoce, en la entrevista referida, que no poseía entonces un dominio del latín. También subraya que Catulo es cínico y maligno, y que tales rasgos no se identifican en su poesía ni en su acción humana. Para Bonifaz lo ético y lo estético son indisolubles. Por eso echa en falta los valores morales de una juventud, que ya no es la del ’68, que no busca construir una realidad fundada en aspiraciones utópicas, en sueños, en ideales que evoquen hazañas de los héroes clásicos. Una sociedad que ya no es dueña de su palabra. Le reprocha a Catulo su falta de integridad, su falta de coraje para asumir el castigo, pero a la vez se lo perdona por su juventud, congelada oportunamente por la muerte. Confiesa, en la entrevista, que él había vivido una experiencia semejante a la del poeta latino, una desilusión amorosa en la que la destinataria de sus afectos lo traía y lo llevaba como un juguete. “En Catulo se encuentra al poeta que escribe porque le estaba fastidiando la vida una mujer a la que amaba. Así que sus poemas nacen de las tripas, del corazón, y no recurre a comparaciones ni cosas por el estilo. Habla de lo que le ordena el cuerpo, la víscera.”

Hay un cierto paralelismo, guardando las distancias en el tiempo, la geografía y las circunstancias culturales, entre la muerte prematura de Catulo y la del llamado padre soltero de la poesía mexicana, Ramón López Velarde. Ambos salen de la provincia para terminar de formarse en la capital y buscar un porvenir en las letras. Es también el caso de Rubén Bonifaz Nuño, proveniente de Córdoba, Veracruz. Tres poetas, tres amantes desgraciados, tres solitarios irredentos.

 

Esta entrada fue publicada en Mundo.