Fue un trabajo arduo; cuando comenzó a buscar un lugar para instalarlo le propusieron varios inmuebles en distintas partes de la ciudad, pero él tenía el anhelo de que fuese en el Centro Histórico. En ese sitio vivió su infancia, en la parte alta de la fábrica de lápices El Águila, propiedad de su abuelo, situada junto a la calle de Cuauhtemotzin, en ese entonces muy favorecida por las prostitutas que deambulaban en la zona.
Ambos hechos fueron determinantes en su vocación de dibujante, pintor y escultor. Su pasatiempo favorito desde que tenía dos años era utilizar los distintos lápices que lo rodeaban para dibujar incansablemente en cuanto papel tenía a la mano.
Finalmente encontraron un soberbio inmueble que fue sede del convento de Santa Inés, situado en la calle Academia 13, que estaba convertido en bodegas de trapos. El gran patio estaba invadido por construcciones viles, pero se logró desalojar y restaurar para convertirse en el extraordinario Museo José Luis Cuevas, que se integra a la zona en donde se forjó la cultura americana occidental. A unos pasos, en la calle Moneda, se crearon la primera universidad, arzobispado, imprenta, casa de moneda, academia de artes y museo; maravillosamente los edificios están ahí, plenos de vida.
Curiosamente en el templo se estableció la cofradía de los pintores, en ella están enterrados varios de los más importantes de la época virreinal, entre otros los afamados Miguel Cabrera y José de Ibarra. Alguna vez comentamos que seguramente están felices de tener junto a su última morada este centro de arte, ya que el museo, además de la colección permanente de la sala erótica con dibujos de José Luis y de frecuentes exposiciones temporales, ha sido foro para obras de teatro, conciertos, conferencias e infinidad de actividades.
Con la pandemia todo esto se detuvo y ahora poco a poco recobra vida, aunque nunca ha dejado de cumplir su importante misión y este mes acaba de festejar 30 años de vida. Con ese motivo, el pasado jueves se inauguró la exposición Vida, obra y colección personal del maestro José Luis Cuevas.
Esta joya arquitectónica cuyo gran patio, obra de Manuel Tolsá, luce en el centro la escultura monumental bautizada como La Giganta, bien vale la pena una visita. Además de apreciar la exposición se va a solazar con la belleza del edificio, con su amplio patio, a través de cuyo gran domo transparente se puede admirar la cúpula del templo adjunto con su cenefa de azulejos originales del siglo XVIII y los restos de pinturas al fresco del viejo convento que adornan la majestuosa escalera.
Después de la visita vamos a comer al recién reabierto restaurante El Cardenal, en la plaza Manuel Tolsá. La comida es la de excelencia de los cardenales, pero aquí cuenta con atractivos adicionales; la vista de la hermosa plaza y dos murales de Rafael Guizar, gran pintor y cronista gráfico del Centro Histórico. Uno muestra cómo era el sitio antes de que se construyeran los palacios de Minería, Correos y Comunicaciones, con la presencia de cronistas de todas las épocas, y el otro, la imagen actual.
De viandas encontramos varios de los favoritos, comenzando con el molcajete con salsa verde con sus toques de cilantro y cebolla, aguacate y queso fresco que preparan con la leche de su propias vacas. La compañía, tortillas recién hechas en comal.
También están la inigualable sopa seca de elote y la de fideo seco, que era la favorita de José Luis Cuevas. Platos fuertes: el pecho de cordero braseado, la pechuga rellena de queso de cabra con mole coloradito y el chile relleno a la oaxaqueña. Para cerrar: el pastel de chocolate de la casa, pan de elote con natas y si prefiere algo ligero, váyase por las nieves de frutas de la temporada.