Mundo inverso compuesto de unas cuantas piezas en combinación estratosférica que la algarabía digital aún no logra imitar completamente. Un instrumento de sutil relojería uncido a la rienda poderosa del nervio óptico, que manda y recibe.
En el extremo opuesto de la intemperie, con la complicidad explícita de los párpados, brillan la esclerótica vestida, el iris, la córnea, la pupila, el dios cristalino que hace lo suyo con la luz externa.
Sigue luego un mar en calma, esférico, transparente y ciego que separa las ventanas y claraboyas del mosaico agitado de millones de receptores atentos, trigal al viento, banco de corales blandos: conos y bastones hermanados con la trama inmisericorde de dendritas lejanas, allá en la cúpula de la mente. Nada de eso sería posible sin las proteínas opsinas que convierten la luz en señales químicas. Tal es, si alguna, la alquimia verdadera.
Se han inventado máquinas para imitar sus funciones en general, llamadas cámaras, como la primitiva camera obscura. Como las células de una cartuja. Como las celdas de una cárcel. Como las cámaras de gas de los verdugos. ¿Acaso matan lo que fijan? Lo visto muere en ese instante, y lo que se proyecta al futuro reitera el momento de su fin. Igual que los telescopios al observar galaxias lejanas y muertas.
La foto, fija y en movimiento, congela el instante, los instantes. Su realidad alterna abole el tiempo real y lo vuelve objeto misterioso. Fuera ya del ojo, no cesa y retorna a él, rebosante de imágenes inmóviles que cambian cada vez que alguien las mira.
Las cámaras pasaron de ser espías personales a instrumentos de vigilancia masiva y control. El poder ha logrado alargar sus brazos gracias a máquinas que suplantan la visión y miden el destino de seres que pierden, no el alma como temía el buen salvaje cuando lo venían a retratar los exploradores, pero sí la libertad que da el secreto. El panóptico actual posee alta definición y aplica trucos de calculada magia para exponernos.
La ceguera, cuando no es negra, o informe y brumosa, está atrapada en imágenes recordadas, o sugeridas por el ambiente, la lectura de lo que el ciego escucha. La lente humana en avería, obliterada, reduce su perfecto engranaje sin afectar la claridad.
Como Hölderlin al hundirse en la locura y perder parcial, pero significativamente amplias áreas del lenguaje. Bajo la identidad de Scardanelli, Hölderlin aprovechó las pocas palabras que le quedaban, las pulió en exquisitas miniaturas. Se fue quedando ciego de palabras, pero conservaba en su pecho la armonía del mundo.
Lo mirado nadie te lo quita. Miles de trampas urde la conciencia para borrar cosas vistas, reprimirlas diría Freud, olvidarlas. Pero también el sueño y el inconsciente quedan al alcance del ojo interno, implacable, insobornable, fiel y justo. Huimos de lo malo, de lo feo, de lo triste, de lo imperdonable, de lo irrecuperable, y como palomillas nocturnas mendigamos las migajas de memoria que conserven alguna claridad. Aquellos rostros, aquellos atardeceres, aquellas pinturas más hermosas que la realidad, aquellas fiestas, aquellas bocas.
El ojo es peligroso. Sabe demasiado. Incapaz de mentir, es el delator universal. El poder de los dioses consiste en espiar a los mortales permanentemente. Solos, acompañados, se oculten donde se oculten. Cada día más la tecnología se acerca a esa divinidad omnipresente que hasta ahora era sólo una ilusión. Pronto cualquiera obtendrá el Ojo de Dios, quizá lo compre en línea. La mirada entonces ya no será nuestra. Será una máquina. El ser fantástico que es el ojo perderá sentido y la imaginación habrá muerto.