Hace unos días noté un cambio en su actitud. Con la cabeza de lado, los tres clochards miraban hacia su izquierda. Tenían los ojos chispeantes de regocijo. Levanté la vista buscando qué veían. Pude asistir, de pronto, a un verdadero espectáculo a la vez dramático y alegre. Una muchacha muy joven, todavía bonita, aún no deteriorada por el alcohol, con el pelo color trigo centelleante en los gajos de cabellos sucios bajo los rayos del sol, bailaba para ellos simulando un streep-tease. Movía los hombros y las caderas al ritmo de una música que debía sonar sólo dentro de su cabeza. Había dejado caer la blusa, sonriente, pero conservaba una especie de brasier en harapos. Decidí contemplar el insólito espectáculo durante unos minutos. La chica iba y venía, dos pasos hacia adelante, dos hacia atrás. Noté que la mayoría de los pasantes evitaba verla. Debían sentir que no bailaba para ellos. No era una representación callejera para reunir unas cuantas monedas. Era una diversión privada, dirigida especialmente a uno de los clochards, el menos envejecido. Comprendí que se trataba de una declaración amorosa, una peculiar ceremonia de amor.
Me volvió, entonces, a la memoria una escena de la pieza teatral de Samuel Beckett Esperando a Godot, la cual provocó escándalo en la época en tanto obra del antiteatro o teatro del absurdo. Algunos comentadores sugirieron que ese Godot, esperado en vano puesto que no se mostrará nunca a los dos personajes clochards, Vladimir y Estragón, podía ser la idea misma de Dios, sugerida por la palabra inglesa God (Dios) escogida por el autor irlandés. Interpretación radicalmente rechazada por Beckett, mismo que deseaba ser fiel hasta el fin a la idea que quiso exponer en su pieza: el absurdo total de la existencia humana que no significa nada, sino el vacío. Nada, vacío, palabras que vuelven obstinadamente bajo su pluma y corean la nada. Entonces, ¿esta joven bailarina habría podido encarnar una aparición de Godot, vuelto al fin visible? No era, sin embargo, para nada el pensamiento de Beckett, quien reservó para otras obras, como Los bellos días, la nostalgia del amor.
Unos cuantos días más tarde, sentada a la mesa de una terraza vecina, vi venir a la misma chica con la cabeza inclinada sobre el pecho del clochard. Me pidió un cigarrillo. Me dieron las gracias y se alejaron muy despacio rumbo a quién sabe qué imprevisible destino. Recordé La muchacha ebria
, de Efraín Huerta, al ver su paso titubeante a causa de la borrachera. Alcancé a verlos sentarse en la acera y sacar de un bolso una botella de vinaza mirándose entre ellos. Parecían haber llegado a casa asilados del resto del mundo.
Sin ser por completo mendigo o vagabundo, el clochard tiene como primera característica la de vivir en la calle, ese vasto espacio que es la tierra de nadie. Personaje marginado, excluido de la sociedad por su voluntad u obligado por la vida. Lejos de los vagabundos celestes
de Kerouac, donde el audaz riesgo tomado por su autor fue la afirmación y prueba de la libertad de un poeta que no deseaba sufrir ninguna restricción a su deseo de vivir y de gozar sin cortapisas, el clochard actual es, en primer lugar, un desdichado que permanece en una esquina de ese territorio de nadie. Clochard, término proveniente de claudicar o cojear, evocadora palabra de la celestial caída en tierra de fantasmas.