Acepto cualquier reto: Guillermo Arriaga
lado pobre, muy alejado de los poéticos chalets que aparecen entre los árboles;
En San Bartolo Ameyalco, en Las Águilas, Chamontoya, Tlacoyaque, sólo tragamos el polvo de las barrancas.
Al bajar del automóvil, ahí está Guillermo Arriaga. He visto tantos árboles que no sé si es uno más. Su perro, King, también podría ser un pinito. La soledad se agiganta; el pasen, pasen
de Arriaga parece dirigirse también a los árboles. Entramos a la sala con todo y bosque.
–Me prestan un rancho y ahí tengo otros perros que llegan de todas partes –explica Arriaga.
–Guillermo, en los años 40 la Ciudad de México tenía miles de perros callejeros. Algún gobernante debió eliminarlos.
–Debe haber sido Uruchurtu.
–Quizá nos los comimos en las taquerías.
–Elena, Lorenzo Hagerman, tu yerno, me ayudó a trabajar en un documental. También recuerdo a tu hijo Felipe…
¡Qué amable Guillermo Arriaga! También discurre acerca del observatorio de Tonantzintla. Lo escucho sorprendida, porque tiene fama de ogro.
–Elena, sé mucho del cielo nocturno porque me llevaron a un lugar que se llama Alma, en San Pedro de Atacama, Chile, y conocí al telescopio más grande del planeta. Aunque no dejan subir a nadie, me consiguieron un permiso. Subí como de 2 mil metros a 5 mil 800 en 25 minutos; no me dieron tiempo de acostumbrarme a la altura… Fui a Chile a promocionar un libro. En Alma, 50 telescopios buscan sonidos para descubrir si hay alguna comunicación inteligente en el espacio.
–Guillermo, te conocí muy pequeño a través de la familia Von Son; tenías fama de ser un niño tremendo
–Sí, yo me llamo Guillermo Federico, por mi padrino, Federico von Son, de origen alemán.
–¿Piensas que otros creadores mexicanos se han ocupado de los mexicanos más amolados como lo hiciste tú en Amores perros, Babel o 21 gramos, esas extraordinarias películas que te dieron celebridad?
–En nuestro país sí hay gente a la que le duele la situación de los más desamparados, y se la juegan con ellos. Pensaría en José Revueltas, el más comprometido con la pobreza, tema que siempre me ha jalado. Soy compadre y amigo de migrantes, campesinos analfabetas; por eso les dediqué mis novelas Los tres entierros de Melquiades Estrada y Un dulce olor a muerte. También lo hice en Salvar el fuego.
–¿Escribes novelas y guiones en el lugar de los hechos?
–Elena, hablo de cosas con las que viví desde niño, no es una cuestión de investigación, me son muy, muy cercanas; te hablo de amigos míos, los trato desde mi infancia, desde mis juegos y peleas callejeras en el barrio en el que crecí: la Unidad Modelo, no sé si conozcas mi colonia.
–Sí, la conocí muy bien porque ahí vivía Alberto Beltrán, dibujante y grabador a quien quise mucho
–Yo me la he pasado metido en brechas y en ejidos. Para escribir un guion de marginados, no tengo que hacer una investigación: son parte de mi propia vida. Vengo de la clase media baja, por así decirlo. Me iba a la escuela en transporte público o en bicicleta. Estuve al lado de la gente más amolada, y oírlos fue mi preocupación. Déjame decirte, Elena, que mis padres no me dieron una formación conservadora ni católica, ni nada, pero para ellos el verdadero pecado era la pobreza y la injusticia. Viví en una familia de izquierda en la que siempre nos preocupamos por el país, aunque nunca fui activista político.
–De ahí que tus películas sean políticas y salgan del lumpen.
–Sí y mis libros también. García Márquez lo entendió muy bien: hay que alzar la voz a través de la propia obra y, sobre todo, poner la mirada en lugares escondidos a los ojos de la mayoría. En algún momento escribí para el New York Times y revelé mucho de lo que nadie sabe de los migrantes, su abandono. Antes del advenimiento de los celulares, la familia Estrada –mis amigos–, braceros, sufrió mucho en Estados Unidos. Para llamar a México, tenían que caminar a una caseta a 30 kilómetros. Era muy doloroso no saber de sus seres queridos en meses, incluso años, porque no tenían forma de comunicarse.
–¿Crees que la situación ha cambiado? ¿La migración a los esteits no es cada vez mayor? Recuerdo que hace años un obispo mexicano desde su iglesia en la frontera advertía: “¡No vengan; los esteits no son el cielo!”
–En México no hay opciones para el pequeño propietario, el ejidatario; se acabaron las posibilidades de los campesinos. Por eso creo que el narco tiene tal capacidad de reclutar a gente. Debemos reconstruir el tejido económico y social, dar oportunidad a la gente en los estratos más bajos, porque sólo tienen dos alternativas: “O me recluta el narco o me voy”. Vivir del campo en este momento es imposible.
–Pero tú, Guillermo, perteneces a la clase media alta.
–Ahora sí, pero no es significante dónde estoy, sino de dónde vengo. Sé que suena a cliché, pero provengo de la cultura del esfuerzo, de una familia que creció poco a poco. En cuanto a los braceros, es durísimo el cruce. Casi todos mis amigos han hecho su vida en Estados Unidos. Los nietos de mi compadre Lucio Estrada no hablan español. Ya los perdimos. Algunos están en Illinois, otros en Minnesota, en Georgia… ya no son mexicanos, se reconocen estadunidenses y no pueden regresar. Melquiades Estrada, mi amigo, conoció a su hija cuando ya tenía nueve años. Es difícil relacionarte con una hija que no viste crecer. La migración causa dolores muy profundos. La lealtad es lo más importante en la migración. Siempre quise hacer cine y tocar esos temas; lo logré con la compra de los derechos de mis novelas.
“Desde muy joven digo que sí a cualquier reto. ‘¿Tú sabes escribir cine?’ ‘Claro, por supuesto’. Escribí A cielo abierto, que van a dirigir ahora mis hijos, Mariana y Santiago, después de 30 años. Lo difícil es juntar el dinero. Elena, la cantidad de gente que tienes que convencer para que crean en tu proyecto… es un proceso de seducción.
“Le dije a González Iñárritu: ‘Escribo esta trilogía. Si quieres dirigirla, adelante’. Hicimos Amores perros y luego nos enojamos por cosas de la vida, diferencias en muchos rubros. No fue un sólo hilo de rompimiento, sino varios.”
–¿Te sientes parte de la comunidad literaria al ganar el Premio Alfaguara o te vale gorro?
–Me vale gorro (ríe por primera vez). La neta no quiero pertenecer a ninguna capilla literaria, ni cinematográfica, pero para mí, ganarlo fue un gusto.