Desde esta plataforma emprendió un estudio interdisciplinario, pionero en el mundo, tomando como campo de trabajo el Valle de Teotihuacan. Durante dos años reunió en ese lugar a alrededor de 40 de los más destacados investigadores, profesionistas y artistas de la época, como el pintor Francisco Goitia, Pablo González Casanova (padre), el arquitecto Ignacio Marquina, el profesor Hermann Beyer, los biólogos Moisés Herrera e Isaac Ochoterena, el geólogo Ezequiel Ordóñez y el sociólogo Lucio Mendieta y Núñez, quienes se dedicaron a estudiar la zona en su respectiva especialidad. El resultado fue una obra impresionante en tres gruesos volúmenes, en la que se hace un análisis, diagnóstico y propuesta de soluciones.
El gobierno de México recibió 120 críticas de las instituciones internacionales de cultura más importantes y de muchos gobiernos, principalmente europeos, en las que de manera unánime felicitaban a nuestro país por ese notable trabajo, modelo para todo el mundo; los publicó en un libro la Secretaría de Agricultura y Fomento. Asimismo, le fue otorgado el Gran Premio de la Exposición Internacional del Centenario, celebrada en Río de Janeiro en 1922, y el de la Iberoamericana de Sevilla, de 1929-1930.
La síntesis y las conclusiones de la obra fueron la tesis de doctorado de Gamio en la Universidad de Columbia. En opinión de Eduardo Matos, su profundo sentido de nacionalismo, patente en su labor arqueológica e indigenista, lo llevó a plantear una serie de enfoques que son resultado de una investigación auténtica, como lo demuestra su magna obra integral sobre la población del Valle de Teotihuacan, aún hoy no superada
.
Por cierto, Matos publica en el número más reciente de la revista Arqueología Mexicana un interesante ensayo sobre la obra.
Para Gamio fue siempre una preocupación central que la investigación científica tuviera como propósito primordial buscar la mejoría de la población objeto de estudio. Con esa visión, en el Valle de Teotihuacan llevó a cabo una serie de acciones que repercutieron directamente en el bienestar de la región.
Por ejemplo, al descubrir muchos objetos de obsidiana, encargó a los ingenieros que localizaran en los alrededores minas de ese material que con seguridad habría, debido a su recurrente uso. Al encontrarlas contrató a maestros para que enseñaran a los pobladores a reproducir las piezas teotihuacanas que aparecían en las excavaciones y promovió su venta en la Ciudad de México. De esta manera comenzaron los talleres que hasta la fecha son fuente importante de ingresos económicos en la zona.
También fundó una escuela y talleres diversos al aprovechar los productos naturales de la región, como el maguey y el nopal; encabezó a los indígenas en sus peticiones de tierra, tras realizar un censo agrario para fundamentar las peticiones y logró que se les devolviera el agua que se les había usurpado, lo que, por supuesto, le causó problemas con los hacendados; construyó presas económicas
y desazolvó ríos. Además, llevó la vacunación contra la viruela y asistencia médica; consiguió que se dieran desayunos en las escuelas y que se estableciera el salario mínimo y la jornada de ocho horas, entre muchas otras acciones que mejoraron la vida de la población.
Realizó cine documental, actividad en la que también fue pionero, lo que llevó al investigador Aurelio de los Reyes a elaborar un estudio que se plasmó en el libro Manuel Gamio y el cine, que editó la UNAM en 1991. Para brindar esparcimiento a los habitantes de la zona y alejarlos del excesivo consumo del pulque, construyó un teatro al aire libre, que aún existe, y escribió obras que los propios indígenas representaban.
Hay mucho más que decir pero ya no hay espacio, así que los invito a recordar a mi adorado abuelo con comida yucateca que le gustaba mucho. Vamos al restaurante Le-Lah-Tho, en Patriotismo 456, que ofrece todas las sabrosuras clásicas de la península: sopa de lima, papadzules, cochinita pibil, queso relleno y frijol con puerco, acompañadas con una cerveza Montejo.