Imagen y color del virus de la pobreza
Fernando Robles es un pintor sonorense nacido en el municipio de Etchojoa, el 21 de noviembre de 1948, ganador del Festival International de la Peinture de Cagnes-sur-Mer en 1979. Especialista en dos categorías casi antagónicas, el muralismo y el grabado, va desde la altilocuencia hasta la más conmovedora sobriedad. Es, sin lugar a duda, el artista plástico sonorense con mayor proyección internacional pese a sus muy modestos orígenes… o quizá por lo mismo. Según narra Robles en entrevista con Elena Poniatowska, contó con el apoyo incondicional de su padre que, sin gozar de la educación y comprensión propicias para impulsar la carrera artística de su hijo, contaba con algo mucho mejor: “amor”: “Me compró papel y crayolas y me estimuló a dibujar. Me tomaba del brazo y me decía: ‘Fernando, vas a ser muy grande.’”
Ejemplos interminables dan cuenta de que las más imaginativas obras se han fraguado en los ámbitos más insospechados, como sería el caso de Robles, llegado de una Casa de Cactus (significado de Etchojoa en lengua mayo), que, no obstante, parece haber tocado muy íntimamente el estilo del pintor, poco dado al colorido, que recurre a una paleta restringida de tintes ocre oscuro. Revisando minuciosamente los tonos predominantes, pudiera afirmarse que ha inventado sus propios colores, rojos, verdes y azules terciarios obtenidos de insospechadas mezclas. Se trasladó a la edad de quince a Hermosillo, donde permaneció cuatro años, experimentando incansablemente con trazos y colores, hasta matricularse en la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guadalajara. Al cabo de cinco años se encontraba exponiendo en Nueva York e Inglaterra, para afincarse, no sin numerosas dificultades económicas, en la soñada París. Pero el joven Robles poseía un dinamismo y unas ganas que le permitieron abrirse paso por donde parecía demasiado estrecho, y a dos años de llegar a la Ciudad Luz obtuvo el ya citado gran premio que no sólo le resolvería el sustento por un buen tiempo, sino le permitió diversificar su vestuario. Tras esta distinción, su obra empezó a recorrer toda Francia e Inglaterra, hasta llegar a El Cairo. En 2010 obtuvo la Medalla José Clemente Orozco por su trayectoria artística, concedida por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Al momento, su obra ha recorrido prácticamente todo el mundo y se ha expuesto en las más prestigiadas galerías y museos de México. Actualmente radica en Ciudad de México y, muy recientemente, se presentó su libro El otro virus, acompañado de una exposición que permanecerá en la librería Rosario Castellanos hasta el 8 de octubre de 2022.
El otro virus salió de imprenta en noviembre de 2020, editado por la anterior administración del Instituto Sonorense de Cultura que se caracterizó por un marcado interés en libros de arte y ediciones lujosas de clásicos estatales. No obstante, al interferir la pandemia, le ha tocado a la administración actual promover dicha publicación con el bombo que amerita. En la portada de este hermosísimo libro tipo cartera, con broche que se abre como acordeón de doble cara, figuran otros dos nombres: Elena Poniatowska, autora del prólogo, muy familiarizada con la obra de Robles, quien ha ilustrado algunos de sus libros, y Javier Rivas, amigo muy cercano de éste, quien narra con gran amenidad los pormenores del devenir artístico y vital de este hijo de agricultores que se arrojó a los brazos de una vocación incierta, resuelto, de ser necesario, a morirse de hambre. Me pregunto si esta aventura lo sensibilizó respecto a la miseria, misma que recorre, entre garbosa y desgarrada, su obra total, encontrando su apoteosis en el libro que nos ocupa. “El otro virus” al que refiere el título es la carencia de lo más básico; no la mera pobreza de quien al menos cuenta con un techo donde refugiarse, sino de quien deambula inciertamente por la vida, acarreando hambre en un costal y, si bien le va (y en esto sí que son afortunados), acompañado por un perro que combina con sus andrajos y reemplaza óptimamente al amor. Cuando Poniatowska afirma que Robles, más que pintar, llora, de veras, no pretende poetizar: estas figuras quijotescas, aparentemente inacabadas, en las que es posible advertir un enjambre de moscas en torno a una cabeza mordisqueada; pezuñas asomando por unas jiras que alguna vez fueron zapatos, parecen surgidos de un pincel doblemente humedecido; de una mano que tiembla ligeramente mientras contempla, a respetuosa distancia para no quebrantar la cotidianidad nocturna de estas trémulas criaturas que se deslizan ante nuestros ojos como sombras proyectadas en la pared ante el crepitar de una fogata y a las que, más que reproducir, captura con todo y la doliente ternura que agita su alma. En estos personajes se transparentan huecos en el estómago y el pecho, costillares pegados a una película cutánea, tumoraciones, cicatrices; miradas extraviadas en mundos remotos que ni el pintor alcanza. Perros pequeños y grandes, pelajes hechos nudos y una sed remota insinuada en las lenguas que uno capta sin que estén realmente ahí.