Era la sede del Tribunal del Santo Oficio, popularmente conocido como La Inquisición, que se estableció en la Nueva España en el siglo XVI. Las primeras construcciones sufrieron hundimientos y a mediados del XVIII, designaron al notable arquitecto don Pedro de Arrieta, Maestro Mayor de Arquitectura de la Inquisición, para que construyera un nuevo edificio, que es el bello palacio que aún podemos admirar. En 1738, justo un año después de haber concluido la obra –por la que ganaba dos pesos diarios– murió en la miseria.
El majestuoso edificio de tezontle rojizo finamente trabajado está decorado en marcos, molduras y adornos con elegante cantera chiluca. Al ingresar al grandioso patio principal sorprende advertir que los arcos de las esquinas, al carecer de columnas, dan la impresión de estar en el aire colgando como un gran arete, maravilla arquitectónica que continúa asombrándonos.
Aquí funcionó durante casi 300 años el funesto Tribunal del Santo Oficio, cuyos autos de fe se celebraban, algunos, en la Plaza de Santo Domingo, otros en el Zócalo o en el quemadero que tenía frente a la Alameda. Alojó las cárceles de la Perpetua, una capilla, habitaciones para los inquisidores, salas para tormento y otras dependencias de triste memoria.
Periódicamente se celebraban ceremonias públicas, en la que todos los asistentes juraban denunciar a cualquier individuo sospechoso; las denuncias podían ser anónimas. Esto dio lugar a que muchas personas se cobraran agravios personales con acusaciones falsas, que entre que se averiguaba si era o no ciertas, ocasionaban que los acusados fueran encarcelados y se les quitaran sus bienes. El tormento ejercido en el acusado o en una persona cercana era el método más común para extraer confesiones; las sentencias iban desde actos de humillación pública, hasta prisión perpetua o muerte.
Entre las infamias que guardan sus muros se recuerda cuando, en 1815, tras ser capturado José María Morelos, fue conducido a las cárceles de la Perpetua para ser acusado de traición al rey y mucho más traidor a Dios
. Del 25 al 27 de noviembre, el tribunal juzgó a Morelos y lo condujo al extremo de la humillación al degradarlo en un auto público de fe.
Por fortuna, en 1820 se ordenó la desaparición en México del Tribunal del Santo Oficio y el majestuoso edificio fue puesto en venta. Después de ser propiedad por un breve tiempo del Arzobispado, en 1854 lo adquirió el Estado y un grupo de médicos para que fuera la sede de la Escuela de Medicina y la triste memoria del edificio pasó a ser luminosa.
Para adaptarlo para ese uso se le hicieron diversas adecuaciones. Entre otras, se le agregó un tercer piso lo que provocó que padeciera daños estructurales por el peso. Al trasladarse la Facultad de Medicina en Ciudad Universitaria se demolió y recuperó su elegantes proporciones originales. Un detalle sombrío de esa época feliz del recinto es que en las habitaciones de los estudiantes se suicidó ingiriendo veneno el poeta Manuel Acuña, tras su decepción amorosa por el rechazo de Rosario de la Peña.
Actualmente es sede del Centro de Estudios Superiores de Medicina y aloja una biblioteca, una esplendorosa botica del siglo XIX, con su contrabotica, donde preparaban y guardaban los medicamentos en hermosos frascos, morteros y objetos diversos de porcelana y cristal que nos hacen evocar a los alquimistas medievales. Otro encanto de este palacio es su Museo de la Medicina, verdaderamente interesante, ya que muestra el desarrollo de esta ciencia desde la época prehispánica.
Para comer se nos antojó Mercaderes, en avenida 5 de mayo 57, una hermosa casona que luce atlantes de cantera en la fachada. La decoración del interior es discreta y elegante y el servicio es igual. Los desayunos y las comidas son muy apetecibles. Cómo ve comenzar con una crema de calabaza de castilla con pulpo baby rostizado en adobo servido en pan de plátano. Ahora es el festival de moles, y entre la variada oferta me sedujo el de Veracruz que tiene camarones en mole de tamarindo. También se antojaba el de lomo de venado de Jalisco con mole de frutos rojos.