«En la acera opuesta de la calle, unos músicos callejeros forman una orquesta de cuerdas».

Músicos callejeros
Sergio Ramírez
En la amplia acera frente a la Real Academia de las Artes de San Fernando, donde pago visita cada vez y cuando a los Goyas que hay allí, casi solitarios, entre ellos el retrato de La Tirana, la garbosa actriz que desafía con la mirada a quien la contempla, digo, al salir al sol que dora la calle de Alcalá, están en la acera opuesta de la calle unos músicos callejeros que forman una orquesta de cuerdas, y aquí tengo conmigo ahora la fotografía que les tomé, mientras escribo de cara a la ventana que da a esta tranquila calle de Princeton, donde el otoño empieza a teñir el follaje de ocre y roja herrumbre y oro viejo.

Hacia la izquierda, bastante separado de los demás, un violinista de chaqueta oscura, a cuyos pies se halla el estuche del instrumento, que sirve para recoger el dinero que les van dejando. Enseguida, apoyado en la pared, otro violinista, moreno y de barba oscura, de gastados zapatos deportivos, que bien podría ser venezolano o dominicano. Luego, sentado en un asiento portátil está el cellista, quizá de unos 60 años, de pelo blanco, que repasa el arco con aire distraído. Sigue el otro cellista, gorro de montaña, barba blanca y el aire también ausente, se diría melancólico, calzado con unos guantes que le dejan desnudos los dedos con que pulsa la encordadura del mástil, y maneja el arco. Y, por último, un contrabajista, situado de perfil; el pelo le ralea en la coronilla, lleva anteojos de sol y esboza una media sonrisa.

Mi memoria pesca que lo que tocan es el Vals Nº 2, de Shostakóvich, en España una canción de estudiantina que, según se alega, fue compuesta más bien por un músico gallego, y parte del repertorio de la cantante de variedades de los años 30 Paquita Robles, llamada La Pitusilla por su escasa estatura, hoy olvidada; pero la historia es aún más larga porque el oído también me recuerda que el vals está en la banda sonora de Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick, tal como Así hablaba Zaratustra, de Ricard Strauss, entró en 2001: Odisea del espacio.

Pero no es eso a lo que iba, ni que a lo mejor todo esto viene de que anoche he estado leyendo Lady Macbeth de Mtsensk, el cuento de Nikolai Leskov del que Shostakóvich compuso una ópera que no le gustó a Stalin. Sino que estos músicos de conservatorio han sido arrastrados hasta la calle por alguna suerte adversa, y cómo habrá llegado hasta ellos el venezolano o dominicano no lo sé, porque no voy a interrumpir su concierto al aire libre para preguntárselos y hacerles perder así los euros que van cayendo en el estuche.

Orquestas de cámara en media calle vi por primera vez a comienzos de la década de los 90 en la Posdamerplatz de Berlín, donde los nuevos edificios de la reconstrucción crítica comenzaban a alzarse entre centenares de grúas, y entonces la ciudad estaba llena de polacos que colmaban los supermercados para regresar a tra-vés de la frontera con sus compras, y de conjuntos de músicos migrados que tocaban vestidos de frac los hombres y de trajes largos de noche las mujeres, aunque fuera a pleno luz del día.

O el muchacho de Táchira, otro cellista graduado de una academia en San Cristóbal, que tocaba solo en el pasaje peatonal de la Carrera Séptima, en Bogotá, y a él sí me acerqué en uno de sus descansos, y es que había salido huyendo de Venezuela, sin esperanza de nada, pana, a ver si aquí hace algo por mi vida la vida. Todo esto para recordar, por fin, a mi abuelo Lisandro Ramírez y a mis tíos músicos en Masatepe, quienes formaban entre todos la orquesta Ramírez. De ellos también tengo una foto, de por allí de 1953, tomada con una Kodak Brownie a mis 11 años.

Tocan en el atrio de la iglesia parroquial. Mi tío Alberto, de traje blanco y corbata negra, el arco en la mano, muy serio en la foto, a pesar de ser un alegre bohemio empedernido, sostiene con la otra mano el mástil del instrumento. Enseguida mi tío Francisco Luz, la mejilla contra la barbada del violín, el traje color crema, lleva el sombrero puesto, calvo desde los 30 años. Mi abuelo está al centro, también vestido de blanco, los faldones del saco de lino arrugado al aire, mientras pulsa con gravedad el arco. Mi tío Alejandro, con la flauta en los labios, lee la partichela que uno niño sostiene frente a él; es el único, los demás usan su memoria. Luego mi tío Carlos José, el menor de todos, con el clarinete. El cuadro lo cierra un viejo cuyo nombre no recuerdo, aunque su rostro sí, que escucha con unción la música, algún himno religioso debe ser, el sombrero bajo el brazo.

La Granadera, el himno liberal de la anticlerical y ya disuelta República Federal Centroamericana, y que mi abuelo hacía pasar por música sacra.

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