Águeda Lozano y el origen de lo abstracto
José Ángel Leyva
Soy Águeda Lozano Schmitt, pintora y escultora, originaria de Cuauhtémoc, Chihuahua. Radiqué en Francia durante cuarenta y ocho años y decidí volver a mi país a raíz de la invitación que me hiciera María Cristina García Cepeda, entonces secretaria de cultura, para hacer una magna exposición en el Palacio Nacional de Bellas Artes en 2017. Regresé, sin nostalgia de Europa, pero con mucha gratitud a Francia y a París por abrirme sus puertas y otorgarme la medalla Haute Assemblé por mi contribución a su cultura y permitirme plantar mi escultura Tierra de México en tierra de Francia en el barrio 16 de París. Estoy convencida de que el saber y el pensamiento no tienen sexo. Como suelen decir los franceses, viva la diferencia, cada uno con lo que traiga en las tripas.
Lo que he hecho ha sido como Águeda Lozano, de Cuauhtémoc, hija de Felipe Lozano y Else Schmitt. Mi padre tenía una fábrica de estructuras metálicas y un huerto de manzanas, mi madre una tienda de ropa. Criaron a diez hijos y a todos nos obligaron a trabajar en diferentes tareas: plantar árboles, descargar camiones de materiales, cocinar, pintar estructuras metálicas y cuidar animales. No hicieron distinciones entre hombres y mujeres, todos parejito. Cuando las hijas mayores manifestaron su deseo de tener una formación académica y profesional de mayor alcance, decidieron mandarnos a estudiar a Monterrey. Viví en Cuauhtémoc hasta los dieciséis años de edad, pero nunca dejé de pensar que ese era el universo de mi infancia, mis paisajes afectivos, el recuerdo aromático de caldos de tuétano y elote.
Un salto regio
Aunque Monterrey no era la gran capital, tenía la infraestructura educativa e industrial que no poseía ninguna ciudad del norte del país. De mi generación recuerdo a Guillermo Ceniceros, Esther González, Pablo Flores, Gerardo Cantú, Marco Cuéllar. Con quien tuve más relación e interlocución fue con Pablo Flores, quien ya andaba incursionando en otros lenguajes, fuera del figurativismo. En esa época yo estaba muy concentrada en mi formación técnica, cuya base era el dibujo. Para mí el dibujo ha sido el sistema rector de mi trabajo. Trazo una línea y esa es la que determina el camino que van a tomar mis siguientes acciones, no sólo gráficas sino plásticas, escultóricas.
Entré en conflicto de inmediato con los compañeros de la escuela; en su gran mayoría eran hombres. En casa me habían educado para resolver mis problemas y enfrentar adversidades, así que mantuve mi determinación de asumir los retos y los desafíos del grupo. De hecho, con Pablo Flores, el más talentoso y quien tenía más vocación de búsqueda, mantuve un nivel de competencia bárbaro. Ya murió, pero siempre le tuve mucho respeto. Yo escuchaba mucho hablar del poeta español, del exilio republicano, Pedro Garfias, pero él se juntaba con los pintores Gerardo Cantú y Guillermo Ceniceros, con quienes hacía tertulias y bebían.
Tenía una cultura libresca y un gusto particular por los constructivistas rusos, por su espíritu de síntesis, por su capacidad para decir tanto con pocos recursos. En 1968 tomé la decisión de vivir en Ciudad de México. Deseaba conocer a los artistas abstractos: Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Gunther Gerzo, Federico Silva, por citar algunos. No tuve contacto con ninguno pero vi sus obras en original, y eso era lo más importante para mí. A todos los conocí años después. Sobre todo a Federico Silva, con quien se forjó una amistad y una interlocución que se mantiene viva a sus casi cien años de edad. Él incluso escribió un libro que tituló Conversaciones con Águeda Lozano. Estoy consciente de que es su pensamiento, no el relato de mi obra.
Yo no brinqué de la figuración académica a la pintura abstracta, fue una transición natural. Cuando conocí la obra de Tamayo me tocó hondo. Su materia, su paleta, su discurso, su origen reflejado en su trabajo. Oaxaca estaba allí en su artesanía, en su oficio, en sus formas para representar un perro, un sol, sandías, mujeres. Un artista que no andaba con nadie sino con él mismo; se divertía haciendo lo que deseaba. Me recuerda un poco a Cezanne, que no pintaba para nadie en particular, sólo inmerso en el juego de la creación. Tamayo era igual.
Conseguí dar clases a un grupo de niños, apoyada por Irene y Homero Garza. Expuse en una galería que me robó todos los cuadros. Luego fui a la Galería Souza y pedí al dueño que conociera mi trabajo. Le mostré las fotos y me pidió ver dos obras. Aceptó mi trabajo, pero me advirtió que él estaba metido en un escándalo por su homosexualidad. Le dije que en primer lugar ese tema de la sexualidad me tenía sin cuidado y además yo pensaba irme del país. Me organizó una exposición allí.
En esa época estaba la guerra de Vietnam y yo salía a las manifestaciones para protestar contra la invasión. Mi pensamiento de izquierda sufrió mella cuando conocí a muchos intelectuales que portaban las banderas de la revolución y de la verdad. Me parecieron pedantes, especulativos, profetas de café. En parte por eso no asistí a la concentración en la plaza de Tlatelolco a la que sí pensaba ir. Después de la masacre sentí un gran vacío, mucha tristeza y el impulso de regresar a Cuauhtémoc. Pero no, no podía volver si apenas tenía veinticuatro años. Me dije, no quiero pasar mi segundo cuarto de siglo esperando una oportunidad. Sentí deseos de conocer los museos donde estaban los grandes ausentes del arte, los maestros, los clásicos. Italia era mi objetivo.
París bien vale una vida
Cuando llegué a París me quedaba ya muy poco dinero y decidí ir a la Casa de México porque no tenía donde dormir. En la entrada me encontré con Óscar Meléndez, que tenía en México una revista contestataria y fue uno de los activistas del ’68. De inmediato me dijo que él tenía un súperdepartamento en Montorgueil, donde se encontraba entonces el Mercado de Abastos. Nunca entré a la Casa de México. El departamento era un cuarto enorme lleno de mochilas y de sacos de dormir que apestaba horrible porque en la planta baja y en el sótano había una bodega de quesos. Luego llegó Víctor, un arquitecto a quien también había conocido acá en México y me aclaró que le departamento era de él y no de Meléndez.
A partir de allí comencé a buscar a los pintores de mi edad y un lugar para trabajar. Fui a la estación del Metro Pont Marie para dirigirme a la Cité International des Arts, donde pedí una cita con la directora. La recepcionista sólo me extendió un documento para que hiciera mi solicitud. El escritor René Avilés Fabila solía visitar a los huéspedes de Víctor, a los que yo había comenzado a organizar y a pedirles una cuota para el mantenimiento y limpieza del lugar. René vivía en un lugar mucho más confortable y hablaba muy bien francés, así que le pedí ayuda. Me orientó y me explicó que me habían dado una solicitud para inscribirme en la Cité International des Arts. Al poco tiempo me respondieron y me dieron una cita con la directora. René aceptó acompañarme. La directora, madame Bruno, desde su escritorio, fijó sus enormes ojos en nosotros cuando nos vio entrar. Se incorporó; sin exagerar, medía más de dos metros. René se quedó paralizado de la impresión. Yo me adelanté e intenté explicarle con mi pobrísimo francés quién era y qué quería. René seguía mudo. La mujer me miró con ojos desorbitados, como no comprendiendo el tamaño de mi atrevimiento. En realidad yo sólo quería una oportunidad para trabajar en un taller colectivo. Me preguntó si yo era ya una pintora, y le respondí afirmativamente. Me dijo que había ya setenta y cuatro solicitudes concursando por cuatro plazas.
Fui a una tienda y me hice de papel y materiales. Traía mis propios pigmentos de Londres, pigmentos que yo misma elaboro hasta la fecha. Presenté cinco obras y gané el concurso. Me llegó un aviso de que estaba emplazada en la Cité des Arts. Un hombre alto y calvo me recibió y me condujo hasta unas instalaciones donde había un taller con caballete y materiales de pintura. Me mostró la recámara y la cocina completamente equipadas. Nunca como en ese momento tuve conciencia de lo afortunada que era. Formaba parte del elenco de la Cité des Arts de Paris, donde había trescientos artistas de todo el mundo. Las ventanas de mi taller miraban hacia el Sena.
Mi primera exposición parisina fue en la galería Du Haut-Pavé, dirigida por un jesuita, Peré Valle. En Francia las instituciones de cultura tienen delegados que visitan las exposiciones de toda índole buscando nuevos valores para su acervo, artistas que prometen o ya son una realidad. Me compraron mi primer cuadro. A mí, que soy de Cuauhtémoc, que venía de la provincia de la provincia. Así fue como una obra mía fue a parar al Fondo Nacional.
En 1976, el crítico e historiador André Paréneaud, quien seguía mi trabajo de cerca, me dijo: “Me gustaría ir a la parte de atrás de tu pintura para ver qué sucede en ese espacio…” De inmediato comprendí: la tercera dimensión. Esas palabras dejaron una pulga en mi oreja; el reto de pasar de la pintura a la escultura. Cierta ocasión, unos amigos australianos me pidieron que cuidara a su hijo pequeño por unas horas. No tenía juguetes y saqué unos cartones para que construyera un robot. Así, jugando con la criatura, me puse por mi lado a torturar una cartulina. De esa acción lúdica, sin pretensiones estéticas, emergió mi primer proyecto escultórico.
De vuelta… Ay, Chihuahua
Mi esposo, Stéphane Lamotte, había fallecido, luego de una larga y feliz convivencia y un diálogo entre la ciencia y el arte de treinta años, cuando surgió la invitación para exponer en el Palacio Nacional de Bellas Artes, que no incluía el traslado de mis obras desde París. La solución fue venirme a trabajar a México y producir la obra in situ. En 2016 me instalé en Cuauhtémoc, cerca del taller de Anáhuac, que tiene toda la maquinaria necesaria para trabajar el acero inoxidable.
Fue durante ese período que el gobernador Javier Corral me propuso ser la secretaria de Cultura del Estado. A pesar de mi resistencia, acepté porque apeló a un compromiso ciudadano. A los ocho meses renuncié, yo tenía dos compromisos fundamentales: mi exposición en Bellas Artes en 2017 y el proyecto para crear el corredor escultórico en Chihuahua. Puedo decir, sin sonrojarme, que he sido una romántica de mi pueblo. Me traje de Francia cerca de mil piezas de obras gráficas de pintores de varios países, que he ido repartiendo o intercambiando. Desde que vivía en Monterrey, todas las vacaciones volvíamos a Cuauhtémoc y cuando tenía un problema o una bronca gorda siempre pensaba en ir a mi terruño para encontrar la solución o aliviar la tensión. No hace mucho compré una casa en la capital del estado; me mudé, pero mentalmente siempre vuelvo a Cuauhtémoc. Durante años, cada vez que venía de Europa buscaba la manera de visitarlo para tomar un café con leche y rememorar mi infancia, revivir la época de lluvia cuando no había pavimento ni banquetas, las calles se anegaban y los niños salíamos sin restricciones a saltar y mojarnos en los charcos, a empaparnos en medio de los chubascos. Es decir, a sentir la libertad de la vida que está en el juego.