A 60 años de su estreno
¿Qué pasó con Baby Jane?
De Robert Aldrich: la risotada amarga del rencor
Moisés Elías Fuentes
Con un prólogo en dos partes se inicia ¿Qué pasó con Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?), filme en blanco y negro que, desde su estreno en octubre de 1962, se erigió como uno de los más complejos y memorables en la carrera de Robert Aldrich (1918-1983), cineasta poseedor de un sentido privilegiado del ritmo narrativo que le permitió armonizar el relato cinematográfico estadunidense clásico con las tendencias rupturistas en boga en la Europa de aquellos años. De este modo Aldrich, quien debutó como director en la década de 1950, fue uno de los que allanó el camino para la camada de directores como Mike Nichols, Arthur Penn, Sidney Lumet o George Roy Hill, que en la década de 1960 irrumpió con propuestas críticas y frescas que hicieron posible el llamado nuevo Hollywood.
De hecho, después de la secuencia de créditos, el relato de ¿Qué pasó con Baby Jane? abre con un rótulo que indica “Ayer”, imprecisión temporal que disiente con 1917 y 1935, fechas que ubican de manera puntual a las hermanas Hudson en momentos históricos del espectáculo de masas. Guiño de ojo cruel, con ese “Ayer” Aldrich insinuaba que la existencia de ambas era absurda: antiguallas del viejo Hollywood que ni siquiera merecían un presente, enclaustradas en una mansión recordada por unos pocos y todavía menos visitada.
Realizador que se había curtido en el cine en color y en blanco y negro, Aldrich se decidió por estos últimos para la filmación de ¿Qué pasó con Baby Jane?, con lo que planteó, en colaboración con William Glasgow, una escenografía sobria, que concedió al fotógrafo Ernest Haller el espacio para desarrollar una atmósfera claustrofóbica, en la que los planos medios, close-ups, en picada y contrapicada y las tomas subjetivas se vuelven equivalentes visuales de la relación de dependencia y destrucción que retiene y corroe a las hermanas.
Microcosmos opresivo y disparatado al que Michael Luciano, a través del montaje narrativo, dotó de una lógica perturbadora, toda vez que cohesionó los actos de crueldad, la desconfianza permanente y la sensación de amenaza, al grado de que, sin apenas percibirlo, el editor nos recluye en la mansión de las Hudson, nos hace sentir el terror y el encono que conviven dentro de aquel espacio que en vez de expandirse se contrae sobre sí mismo, asfixiante como la secuencia de la rata en el almuerzo, en que los gritos de pánico y las carcajadas de burla se confunden y pierden sus singularidades; ruinoso, como el encuentro de Jane con su vejez reflejada en el espejo de la sala del piano.
El montaje narrativo de Luciano encontró su opuesto y su complemento en la música de Frank de Vol, quien enlazó notas jazzísticas y notas propias de las películas musicales de la década de los años treinta, y las alternó con violentas irrupciones de vientos, cuerdas y sordas percusiones, de modo que a ratos la partitura se opone a la narrativa, la desdice, mientras que en otros momentos la exacerba y la exagera.
Aislamiento social, intelectual y sentimental que obliga a las hermanas Hudson a echar mano de los recursos más insospechados para sobrevivir entre el rencor programático y la locura despendolada; mujeres estériles que intercambian los roles de madre maldita e hija sacrificada, y de hija nociva y madre abnegada. Atmósfera crispada que estimuló a las veteranas Bette Davis y Joan Crawford a recurrir a todo su bagaje interpretativo en la construcción de Jane y Blanche, y que resultó en uno de los mayores duelos actorales en la historia del cine estadunidense, con secuencias memorables como aquella en que Jane idolatra la muñeca de Baby Jane, mientras Blanche la escucha silenciosa en su cuarto, o la secuencia final en la playa, expuestas a las miradas de un público que las mira sin comprenderlas.
Más allá de las impresionantes tablas de ambas actrices, este legendario duelo le debe también mucho al trabajo del adaptador Lukas Heller, quien supo mantener el horror psicológico de la novela homónima de Henry Farrell, además de aportar un aire gótico casi irrespirable, que a su vez permitió a Aldrich dar una gran libertad a Davis y Crawford para la improvisación e incluso el virtuosismo.
Hábil director de actores, narrador ágil, en más de una ocasión se le ha reprochado a Aldrich su gusto por la violencia física. Sin embargo, bien vista su obra fílmica, se comprueba que aquélla se subordina al entorno y a los retorcimientos psicológicos. Las hermanas Hudson son piezas sin importancia para una sociedad que no admite ídolos perdurables sino efímeros, sociedad que no conserva el recuerdo de Jane y Blanche, pero que exige atestiguar su caída.