A 75 años de su publicación, ‘Diario’ de Ana Frank, el libro de la inminencia trágica
Marco Antonio Campos
Hace setenta y cinco años Otto Frank, el padre de Annelies Marie Frank Hollander, conocida en español como Ana Frank, publicó el Diario que su hija escribió en el temeroso y duro encierro de dos años en el cual vivieron los ocho moradores en el escondite de la Casa de Atrás, situada en lo que eran sus oficinas y su almacén, donde se elaboraban productos para hacer mermeladas (Opekta), en la calle de Prinsengracht número 263 de la ciudad de Ámsterdam, antes de que fueran aprehendidos el 1 de agosto de 1944. Fue enviada con su padre y su hermana Margot a Auschwitz y luego a Bergen-Belsen, en el norte de Alemania, donde ambas morirían de tifus. El padre estuvo todo ese tiempo en Auschwitz y fue el único de los ocho escondidos que sobrevivió. Otto haría editar el Diario en 1947, con el título que imaginó Ana si llegara alguna vez a publicarlo: Het Achterhuis (La casa de atrás). Un Diario que se lee como una novela o un documento novelado.
¿Cuál es el delito por el que eran señalados y perseguidos? Una ocurrencia que se volvió un delito: ser judíos. Desde 1938 los judíos en Europa llevaban como estigma en el pecho la estrella de David, la cual tenía escrita en el centro la palabra jude. Es decir, como ha sucedido en la historia, para dictadores y gobernantes demenciales, por poner algunos casos, negros o indios o gitanos o armenios o bosnios o musulmanes son razas o pueblos o etnias degradadas y se empieza entonces una sistemática tarea de aniquilación para desaparecerlos. A esto habría que añadir que a los judíos se les acusaba de toda suerte de culpas o conflictos en los que en la gran mayoría de los casos no tenían que ver.
“Siempre me he preguntado cómo pudo ocurrírsele esto a Hitler y cómo pudo seguirlo una camarilla enloquecida y despiadada, el ejército y la Gestapo, y cómo una amplia mayoría del pueblo alemán, que ha tenido grandes inteligencias, creyera semejante disparate”, comenté al profesor Jonathan Fine, experto en el sistema de gobierno israelí, mientras me guiaba en mayo de 2003 por el Yad Vashem de Jerusalén, el estremecedor Museo del Holocausto. Jonathan Fine hizo un gesto reflexivo, y me repuso: “Es algo que he estudiado y me he preguntado mucho, y más allá de una larguísima red tejida con mentiras por los nazis, tejida una y otra vez, sólo puedo contestarte lo mismo: ‘No sé’.”
Vivir en la Casa de Atrás
Ana nació en Frankfurt, Alemania, el 12 de junio de 1929, pero vivió en Ámsterdam desde los cinco años. Sin embargo, cuando habla en el Diario de los habitantes del país donde nació los llama “los alemanes”, como una manera de distanciarse, y claro, de no sentirse ciudadana de ese país. Ana se sentía holandesa y escribió su Diario en neerlandés. El 11 de abril, casi cuatro meses antes de ser aprehendidos, escribe: “Amo a los holandeses, amo a nuestro país, amo la lengua y quiero trabajar aquí.” Holanda para ella era su país. Nada que ver con su natal Alemania, en la cual, por cierto, también moriría. Esperaba hacerse ciudadana holandesa. Es curioso: siempre escribe alemanes; nunca escribe en más de cuatrocientas páginas nazis y una o dos veces Nacional Socialistas. Y sin embargo, cuando al fin llega el 4 de agosto la policía (Grüne Polizei) para apresarlos, el que dirige la captura es un alemán (el sargento de la Gestapo Karl Josef Silberbauer), y los otros tres, armados y vestidos de civil, son holandeses.
Cuando Ana cumplió trece años le regalaron un Diario; trece días después Ana y la familia Frank tendrían que desentenderse del mundo exterior porque a su hermana Margot le hicieron una citación porque debía trasladarse a Alemania a trabajar. Los Frank ya sabían lo que sucedería a la familia si Margot comparecía. Al día siguiente se mudan para esconderse en la Casa de Atrás.
El Diario que escribe Ana es el libro de la inminencia: a cada paso sabemos, cada vez más desoladamente, que la tragedia está por llegar, que en fin y al fin, llegará.
En una suerte de microcosmos la Casa de Atrás la habitaban, además de Ana, su padre al que llama Pim (Otto), su madre (Edith) y su hermana (Margot), el matrimonio Van Haan y su hijo (Hermann, Auguste y Peter Van Pels), y un dentista, Albert Dussel (Fritz Pfeffer). Al principio la pluma de Ana es implacable contra los moradores, salvo su padre, aunque meses antes del fin del confinamiento se acaba entendiendo muy bien con su hermana Margot, mayor que ella tres años, y con Peter, de quien hacia el final acaba enamorándose para pronto distanciarse por indolente. Sin embargo, su madre y la señora Van Pels son todo lo contrario de lo que Ana anhelaría ser, y Dussel, “lento de entendederas” y chapado a la antigua, es su principal cabeza de turco. “Viejos latosos”, llama a los adultos en algún momento de irritación. Extraordinariamente
conmovedora es la admirable actitud solidaria de los empleados holandeses que trabajaban en la oficina de Otto Frank, en lo que llamaríamos la Casa de Adelante, quienes los ayudan y protegen en los dos años sofocantes de la supervivencia: dos mujeres (Bep Voskuijl y Miep Gies) y dos hombres (Victor Kluger y Johanes Kleiman).
No todo es oscuro egoísmo y denodada sevicia en las peores desgracias. Ante todo debe entenderse que en el Diario los otros siete moradores son vistos o juzgados sólo por Ana, y lo que sabemos por boca de ellos son opiniones, buenas o malas, que Ana reproduce en su Diario, y así los juzga. En una convivencia de más de dos años, en un espacio reducido, sin salir nunca a la calle, sin asomarse o apenas por la ventana, comiendo poco y mal, se puede uno imaginar las discusiones, los regaños, los insultos, los gritos, y también, en ese ahogo claustrofóbico, la angustia, el tedio, la depresión, el miedo; por el contrario, los sostiene la esperanza de que la guerra acabe, que los Aliados invadan Holanda y todos puedan volver a salir a ver el sol y ser libres. Por eso Ana, al mismo tiempo que sabe que pueden ser arrestados y muertos, tiene la ilusión o la esperanza de una vida normal “cuando acabe la guerra” o escribe de “los hijos que tendrá” o que deben tratárseles como personas y no estigmatizarlos sólo por ser judíos, de lo cual, por lo demás, se siente orgullosa. Es admirable, de cualquier manera, la excelente organización de los habitantes para no ser descubiertos, e incluso existía una “Guía de La Casa de Atrás”, redactada por Otto Frank, la cual debía seguirse disciplinadamente. Aun poco antes de ser arrestados, el optimismo de Ana y el de los moradores crece en muy buena medida ante lo que ven como una etapa conclusiva de la guerra, al enterarse el 6 de junio del Día-D, la invasión de los Aliados a la costa norte de Francia (ingleses, estadunidenses, franceses y canadienses), y del atentado fallido contra Hitler el 20 de julio de aquel 1944. Paradójicamente, quince días después, el 4 de agosto, empezaría la precipitación al infierno de los moradores que terminaría, salvo Otto, en las fosas comunes. Pero ¿quién los delató? Pese a la cantidad de posibles señalados, entre ellos el Consejo Judío y un notario judío, es un enigma y quizá siempre lo será.
Inteligencia y agudeza de las “bobadas”
Si de algo están más atentos los adultos de la casa es oír lo que dicen, en sus estrategias de información, la BBC londinense y la radio alemana. Los adultos del escondite discuten infatigablemente sobre el curso de la guerra y desde luego cada quien cree tener razón. No sin razón Ana dice que deberían oír dos o tres veces las noticias al día y dedicarse a mejores tareas. “Nuestros pensamientos varían tan poco como nosotros mismos. Se pasa de los judíos a la comida y de la comida a la política, como los carruseles de los caballitos de feria.”
Desde el principio del Diario –como se lee el 9 de octubre de 1942– los habitantes de la Casa de Atrás sabían que, sin una mínima consideración, la Gestapo se llevaban a los judíos y los enviaban en trenes “como ganado” a los campos de concentración. “Debe ser un sitio horroroso. A la gente no le dan casi de comer o de beber.” Ya saben asimismo, por la radio inglesa, que a la mayoría los matan en las cámaras de gas, como también que las SS matan a los holandeses que ayudan a los judíos y a los que cometen sabotajes, y si no encuentran a los culpables, fusilan a cuatro o cinco inocentes.
Otros hechos que Ana detalla de la claustrofóbica madriguera, son la escueta comida, la sexualidad que se le revela en las pláticas con Peter, e incluso el feminismo, con opiniones que aplaudiría cualquier feminista de hoy. De la comida, ante todo, de las verduras y patatas, a veces podridas. Es curioso que quien no veía antes la naturaleza dijo que era lo que amaba ante todo y que al salir le gustaría contemplar. Más allá de abrazos y besos con Peter no hubo tiempo para el amor. La lúcida adolescente a quien le obsedía el desarrollo de la sexualidad, moriría casta.
El Diario de más de dos años (14 de junio de 1942-1 de agosto de 1944) es en gran medida la vida cotidiana de encierro vista por una niña vital, pícara, alegre y a la vez vulnerable, que entra a la adolescencia y muchas veces piensa y analiza hondamente los hechos como una adulta. Una adolescente muy crítica y a la vez muy autocrítica, una optimista que conoce ciertamente que la oscuridad total puede estar muy cerca, valerosa pero que en buen número de ocasiones –cuando oye tiros o bombardeos o la entrada de ladrones o alguna vez la policía a las oficinas y al almacén de la casa de adelante– conoce el miedo paralizador.
Si así escribía Ana entre los trece y los quince años, nos decimos ¿qué no hubiera escrito después? Con un estilo directo, fluido, en ocasiones irónico, con asombrosos detalles psicológicos sobre sí misma y sobre los demás, recrea las escenas diarias. Si era una devoradora de libros, si quería ser escritora y periodista, si las páginas del Diario unen a menudo muy buen periodismo y literatura, ¿no podemos creer que ya había en ella una escritora y podía esperarse mucho más? Explicablemente, a esa edad, Ana dudaba sobre el valor de lo que escribía. El 14 de marzo de 1944, en un momento de oscuridad de ánimo de los habitantes del escondite, puede decir que “a veces me entran serias dudas sobre si más tarde le interesará a alguien leer mis bobadas”. Sobre esas “bobadas” ¿qué hubiera dicho Ana Frank de haber sobrevivido al saber que ese Diario ha sido traducido a más de setenta idiomas y se han vendido cosa de treinta y cinco millones de
ejemplares?
El de Ana es algo más que un Diario, es una pieza literaria muy valiosa, diríamos incluso, una historia de vidas muchas veces cruel, compleja y profundamente humana. También hay un Diario con un final dramático que no se escribió –que no se podía escribir– entre el 4 de agosto de 1944 y fines de febrero y principios de marzo de 1945, que son los lugares donde estuvieron Ana y Margot. Primero, al ser llevadas a una cárcel con los habitantes del escondite; luego al campo de tránsito holandés de Westerbrok; luego, el 2 septiembre, en el último tren al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, y un mes más tarde, ya sólo Margot y Ana, al Lager de Bergen-Belsen, en el norte de Alemania. Puede uno imaginar lo que Ana hubiera contado acerca de lo mínimo y repugnante que comían en el campo, del feroz invierno, del hacinamiento en barracas con nula higiene, de la proliferación de piojos y de pulgas que crearían la epidemia de tifus y de las guardianas nazis en una batalla intestina a ver quién ejercía el maltrato con mayor ferocidad. Al fin, ya sin defensas corporales, se contagiarían las hermanas de tifus, lo que llevaría a la muerte a Margot probablemente a finales de febrero y a la propia Ana a principios de marzo de 1945. Su amiga judía holandesa Janny Brandes-Brilleslijpers y su hermana Lientje las enterraron en una de las fosas comunes. Triste, irónicamente, ya no sabrían que los ingleses liberarían Bergen-Belsen un mes más tarde. Ahora, en una parte de la gran fosa, se alza una visible lápida vertical negra donde están escritos conmovedoramente los nombres de las dos hermanas y las fechas de su nacimiento y muerte. De hecho, nos decimos, la totalidad de la atención se ha centrado desde 1947 en Ana; me parece que el destino de la quieta y seria Margot, transparente de alma, es tan intensamente dramático como el de su hermana.
El siglo de la infamia
Respecto al padre, ocurrió una suerte de milagro. Cuando Otto Frank iba a ser ultimado en Auschwitz, el 27 de enero de 1945 ocurrió la llegada de las tropas rusas. Al saberlas cerca, los miembros de la Gestapo huyeron. Otto sólo pensaba en volverse a encontrar con su familia. No sabía nada. El 3 de junio de 1945, luego de cuatro meses, pudo al fin regresar a Ámsterdam. Se habían apropiado de su casa. Miep Gies y su marido Jan, siempre generosos, le dieron cabida en la suya. En el viaje Otto se había enterado de la muerte de su mujer y en Holanda, en el mes de julio, la sobreviviente Janny Brandes le comunicó la muerte de sus hijas. El golpe fue demoledor. Miep le entregó entonces los papeles de Ana, entre ellos, lo que cambiaría del todo su vida, el cuaderno del Diario. Al principio Otto no podía leerlo porque se ponía a llorar. Se le veía siempre triste, hundido, con la cabeza baja. “Mi vida se ha acabado ya. Sin mis hijas no tengo vida”, repetía.
Por fin se puso a leer el Diario. Se sorprendió con la lucidez, el estilo, la ironía, el relato. No quería publicarlo; era “algo íntimo”. Decidió preguntar a un grupo de amigos, y uno lo convenció: “El Diario ya no pertenece a Anna, pertenece al mundo.”
En 1947, de su bolsillo, Otto pagó la edición. El costo fue alto: 2 mil 500 florines. Se tiraron mil 500 ejemplares. ¿No se asombraría Ana hasta el llanto con la devoción que su padre tuvo por el cuaderno y que en los primeros tiempos lo llevara todo el día consigo? ¿No se conmovería porque, hasta el último de sus días, es decir, hasta 1980, treinta y cinco años después de su muerte, se dedicaría a proteger el Diario y cuidar su legado, aun a costa de desentenderse de la memoria de su hermana Margot y de su madre Edith? Ana era prácticamente su tema único. Le consagró su vida “al cien por cien”, como dijo su hijastra Eva Schloss. Gracias a Otto y con la ayuda fervorosa de su segunda mujer, la vienesa Elfriede Geiringer, con quien se casó en 1952, consiguió cosas definitivas: el Diario se siguió editando en todo el mundo; en 1957 se creó la Fundación Ana Frank; en 1959 George Stevens filmó la película, y en 1960 se fundó la Casa-Museo en la Casa de Atrás, es decir, en el edificio donde estaba el escondite. Sin embargo Otto no se portó honradamente cuando permitió en los scripts de la obra de teatro y de la película de Stevens que se expusieran hechos falsos contra la imagen de otros del escondite que no estaban escritos en el Diario.
En el siglo XX, el siglo de la infamia, muchos gobiernos han sido grandes escuelas de odio; ninguno mayor que el nazismo. Hay que pensar en las decenas de millones de muertos, desaparecidos, mutilados, heridos, deportados y familias destruidas que dejó la segunda guerra mundial, una guerra provocada por ellos. Un horror que rebasa todo entendimiento.