Bemol sostenido
Alonso Arreola
Hace unos días, Laura García, conocida lexicógrafa y conductora mexiñola (La dichosa palabra, Canal 22), nos invitó a una breve entrevista para su programa Saben las palabras, transmitido por Radio UNAM (lunes 18:30 hrs, sábados 17:00 hrs). Su idea era que habláramos del léxico musical. Sobrevolamos juntos algunas palabras que designan o explican los artificios sonorosos antes de que exploten en el aire. Fue muy grato. Puede escucharlo el día de mañana, 7 de noviembre, así como el día 12.
Porque sí. Como todo arte o ciencia la música tiene su propio lenguaje. Pasa que solemos olvidarlo –incluso hay buenos músicos que lo evitan o desconocen– pues las canciones se integran con sonidos organizados en ritmos, melodías y armonías, los que constituyen su verdadera e intangible naturaleza. Hablamos de elementos que viven por encima de toda denominación, manteniéndose en un terreno misterioso, distinto al de la tinta y los vocablos. Sin embargo, también sabemos que cada fenómeno detrás de la música posee un nombre. Han pasado demasiados años desde que inició su registro. Todo ha sido etiquetado, capturado en libros, sea para viajar al futuro o para quienes desean una perspectiva académica.
Algunas de esas distinciones son muy particulares por su origen histórico (pensamos de pronto en la Escala Bizantina, que viene de Constantinopla, la actual Estambul); o por su intento onomatopéyico (como el paradidle, patrón rítmico de igual sonoridad); o por su espíritu descriptivo (dodecafonismo, serialismo, cromatismo); o por ser llanamente poéticas (verbigracia: neuma, una bella expresión escrita para fijar las viejas voces medievales).
Es así que los tratados de teoría musical (sobre todo de Occidente) son como los diccionarios, la gramática o la ortografía de una lengua. Conjuntan “fotografías”, aproximaciones a lo que compositores y ejecutantes han hecho por siglos. Nombres y más nombres, conceptos inagotables, terminología que, como en toda actividad trascendental, ayuda a preservar lo conquistado. ¿Más ejemplos?
Los griegos desarrollaron siete modos que tienen el nombre de pueblos o regiones (como pasa con su arquitectura): jónico, dórico, frigio, lidio, mixolidio, eólico y locrio. Para llegar a ellos tuvieron que inventar el monocordio (instrumento de una sola cuerda) y luego, gracias a Pitágoras, consiguieron la división interválica de los sonidos. Esto es: la medición de las distancias entre una nota y otra.
Eso se relaciona con otro asunto: todo instrumento tiene un timbre que lo desempata (tal como pasa con la voz), al igual que una tesitura que lo limita (hablamos del rango entre graves y agudos). De allí que los cantantes e instrumentos sean catalogados como bajos, tenores, sopranos, altos, etcétera. Asimismo, las melodías que ascienden o descienden poseen alteraciones como las que ostenta este espacio dominical: bemoles, sostenidos, becuadros. Con su presencia o ausencia se producen armaduras protectoras para la tonalidad.
¿Quiere más palabras? Allí está la enarmonía, que precisa sonidos con más de un nombre (C# suena igual que Db, pero su calificativo cambia dependiendo del contexto). En terrenos rítmicos está la anticipación al tiempo fuerte de un compás. Se llama anacrusa. Ahora que si pensamos en la duración de las notas, pues tendríamos que señalar corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas. Todas bailan dentro de compases con matemática fraccionaria. Ejemplos: 4/4, 7/8 ó 3/16. Ya ni hablamos de polirritmias o polimetrías, tan ambiciosas.
Nos despedimos con algunas referencias provenientes de Italia, esenciales para entender y valorar la interpretación instrumental: pianissimo, forte, fortissimo, presto, crescendo, diminuendo, glissando, giocoso, andante, allegretto, moderatto, vivace… Toda esta palabrería es una muestra mínima de la música que vive detrás de la música. Y también fascina. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.