El pan desperdiciado en la era del derroche
Claudio Magris
En 1923, en una Alemania devastada por la inflación, una libra de pan costaba doscientos veinte millones de marcos. Calculado en las cifras de la Alemania de aquel año, el despilfarro diario de pan ascendería a siete mil novecientos veinte millones de marcos. Por supuesto, este relato carece de sentido, dada la absoluta incomparabilidad del valor del dinero en la Alemania de entonces y en la Italia de hoy.
Pero la absurda comparación acentúa todavía más el vértigo que se apodera del lector cuando las noticias sobre cosas concretas o incluso triviales de la existencia diaria –como el pan– se traducen en números que uno apenas puede imaginar al tratar de relacionarlos con la realidad.
Ciento ochenta toneladas de pan tiradas cada día en Milán, novecientas cincuenta y nueve mil toneladas de pan consumidas en Italia el año pasado… En los últimos días, leyendo el periódico, intentamos hacer cálculos para traducir esos números en objetos que realmente podamos asir con la mente e indagar cuántos bocadillos o medios bocadillos más podría haber comido cada milanés si todos hubieran ido a rebuscar en la basura, o cuántas personas hambrientas –incluso para las que una barra de pan es un espejismo– se podrían haber saciado con ese exceso de desperdicios. Cuando una crisis económica o un problema financiero se extienden, parecen perder su conexión con la realidad; incluso esa loca cifra alemana, en gran parte irreal, acrecienta hasta lo fantasmagórico la ya de por sí gravísima dificultad de proveerse un trozo de pan en la Alemania de entonces.
Jacques Lafitte, el banquero de Luis Felipe, rey de Francia, solía decir que las finanzas a menudo adquieren meningitis, y era alguien que sabía de números y de su relación –tantas veces extraña– con las cosas. Sentimos que la cifra de nuestro salario corresponde concretamente a las cosas en las que se puede convertir y se convierte –un almuerzo, un abrigo o la renta–, hasta que empieza a deslizarse tan peligrosamente en relación con el costo de la vida que se vuelve fluctuante e irreal, porque ya no sabemos a qué corresponde realmente, cuántos cafés en un restaurante o cuántas habitaciones de un departamento en renta. En los últimos meses, las discusiones sobre la crisis –sobre sus dimensiones y perspectivas, en definitiva, sobre su realidad– parecían burbujas de aire o de jabón, similares a esas burbujas (misteriosas para los profanos) de las que se hablaba y estallaban continuamente en la nada; demasiados expertos en banca, finanzas y economía parecían gurús enmudecidos y atrapanubes.
Ese despilfarro de pan pertenece a la locura generalizada en la que y desde la cual vivimos y que ciertamente no redime al cronista de este despilfarro más que a quien lo promulga. Con razón despierta el escándalo, porque resulta una auténtica ofensa para los que no tienen pan. Mi generación lo siente con mayor vehemencia que las más jóvenes, porque, aunque nunca pasé hambre, crecí en una época en la que la gente se comía todo lo que había en el plato, sin tirar nada, e incluso ahora, aunque también busco los placeres en la mesa –como es justo, porque no estamos en este mundo para hacer sacrificios–, no se me ocurre dejar las sobras en el plato, aunque en ocasiones la comida no me provee grandes satisfacciones. Hace años uno de mis hijos, conociendo este hábito mío y viendo un día que no disfrutaba de lo que comía, comenzó a rellenar mi plato cada tanto cuando yo estaba distraído con otras cosas y no me daba cuenta, seguro de que seguiría sin inmutarme hasta limpiarlo.
Es un hábito que se formó en una época de penuria, que sin duda no debemos lamentar. El despilfarro, además, no sólo distingue a las sociedades opulentas, sino también, aunque sólo sea en ocasiones excepcionales, a las pobres: en una página memorable, Canetti describió el enorme derroche practicado por algunas poblaciones indígenas –que ciertamente no eran prósperas– para demostrar, a través de ciertos ritos, que el poder, la magnificencia y el precepto de destruir incluso lo necesario para vivir, es en cierta forma una manera de arrojarse al fuego. La miseria casi ha cesado para nosotros, pero no para el mundo –en el que, por el contrario, va en aumento– y desde el mundo se infiltra en nuestras ciudades, en la existencia de tantos conciudadanos nuestros, que han venido de lejos o han nacido cerca de nosotros y que no tienen dónde reclinar la cabeza por la noche –como dice la Escritura del Hijo del Hombre– ni dónde encontrar pan.
Esas ciento ochenta toneladas tiradas son un escándalo, pero ¿de quién es la culpa? Es fácil
y es correcto pensar en los insaciables, pero también es retórico, si no se sugiere técnicamente y de manera concreta cómo distribuir ese pan a los necesitados. Ciertamente no es sencillo, como señalaron en el Corriere della Sera algunos representantes de las loables asociaciones de voluntarios. El problema se hace aún más trágico si pasamos del despilfarro milanés o italiano al del llamado Primer Mundo en general, con respecto a los cientos de millones de personas que, en las más diversas partes de la Tierra, se mueren de hambre y de sed, y a las que difícilmente podríamos alimentar y saciar su sed aunque arrojáramos menos barras de pan al cesto de basura y dejáramos correr menos agua por el excusado. Las ciento ochenta toneladas de pan que se desperdician cada día en Milán son una pequeña porción de un enorme y trágico problema que afecta al mundo; trágico porque –aparte de las infames y deliberadas injusticias, que deben ser erradicadas– es objetivamente muy difícil de resolver.
Distribuir –entre los millones y millones que no lo tienen– el pan y el agua que nos sobra es más difícil que viajar por el espacio o realizar mutaciones genéticas; somos capaces de transformar radicalmente al hombre, que pronto será otra cosa distinta a la humanidad que conocemos, pero no podemos darle de comer y beber. A esto hay que añadir la injusta explotación de todo tipo perpetrada por tantas potencias y fuerzas económicas en detrimento del planeta y de sus innumerables habitantes. Los voluntarios –especialmente, pero no sólo los religiosos– que en los lugares más duros de la Tierra ayudan contra toda esperanza a sus hermanos cada vez más numerosos en condiciones abominables, salvan el honor de la humanidad, actuando como soldados que jamás se rinden, pero toda la humanidad está sentada al borde de un volcán que ciertamente no se apaga. Esos bocadillos tirados también son erupciones que anuncian la lava hirviente.
Traducción de Roberto Bernal.