El expediente Anna Ajmatova, de Alberto Ruy Sánchez
José María Espinasa
¿Cómo leemos? ¿Cómo leemos a nuestros contemporáneos? Sobre todo, ¿cómo leemos a nuestros amigos? Si empiezo este texto formulando estas preguntas es porque me las he hecho muchas veces sin encontrar respuestas claras, muchas, pero no del todo convincentes, en ese mundo mezclado de la objetividad y el afecto, inevitablemente contradictorios. Así, siempre he sabido que Alberto Ruy Sánchez es un notable editor –su trabajo como jefe de redacción de la revista Vuelta en su mejor época y su actividad como motor de Artes de México son prueba de ello. Es, también, un lector voraz e intenso, un ensayista lúcido y penetrante, con un amplio abanico de intereses. He de decir también que su ciclo narrativo sobre Mogador no me llama la atención de manera notable, y que en muchos momentos lo encuentro decorativo. Sin embargo, cuando vi en la prensa que apareció este libro, El expediente Anna Ajmátova, me precipité a leerlo; había en mí un interés personal más preciso, pues los escritores rusos del siglo XX siempre me han interesado mucho, y en especial los vinculados a esa década prodigiosa –los años diez– y su secuela en la tragedia estalinista posterior. Tal vez todo esto se sume para emitir el siguiente juicio. Ruy Sánchez ha escrito su mejor libro, cercano a una obra maestra. Voy a tratar de dar razones para este exaltado señalamiento.
Hace muchos años, al menos cuarenta, él me prestó un libro del poeta cubano Julián del Casal y yo le presté una antología de Anna Ajmátova en inglés y nunca nos los devolvimos. Puede que el recuerdo sea una ficción de la memoria, pero me consta que hace mucho tiempo, desde que lo conocí en París a fines de los años setenta, estaba interesado en los escritores rusos que vivieron en París. La novela “se escribió” en su cabeza a lo largo de cuatro décadas y trata los temas centrales de su obra: el amor, el erotismo, el arte, la poesía, el poder despótico del totalitarismo, y la poeta autora de Réquiem le viene como anillo al dedo. Podría, desde luego, haber escrito un ensayo, como ya se esboza en alguno de sus libros anteriores, pero elige hacer una novela, una docuficción, como se le suele llamar ahora, pero –afortunadamente– sin los tics de moda de ese género viejo como el diablo.
Alberto encuentra en Ajmátova todos los ingredientes para un soberbio guiso: gran poeta, amante de grandes creadores, de Gumiliov a Modigliani, figura mítica de la literatura rusa y de la resistencia al régimen estalinista. Y el entusiasmo me lleva pensar que su ciclo narrativo de Mogador era en realidad una preparación formal para enfrentar este reto con una sabiduría y un oficio que le permitieran llevaron a cabo. En otras ocasiones he escrito, a propósito de libros de otros amigos, que el mejor es siempre el más reciente, precisamente por esa carga de contigüidad y afecto que la amistad conlleva. Pero creo que no es sólo eso.
El dictador despreciado
Ruy Sánchez se ha ocupado del totalitarismo en varios textos, entre los que podemos destacar sus ensayos sobre Gide de regreso de Rusia y sobre Octavio Paz, así como en varios textos breves en libros como Al filo de las hojas y Con la literatura en el cuerpo. Y ha entendido la perversión de sus mecanismos coercitivos, la crueldad de sus estrategias, la violencia absoluta de sus métodos, mismos que sin embargo se resquebrajan de repente de la manera más insospechada. Así la gran poeta rusa que florece en la década de los veinte fascina –mejor, enamora en un solo encuentro y muchas lecturas– al jefe máximo, a ese Stalin omnipresente, omnipotente por varias décadas que la salva de morir (en el expediente de su puño y letra pone “preservar”) para precipitarla en un infierno peor aún, el de la sobrevivencia. Y es que el protagonista que acompaña a Ajmátova en la novela no son ni Gumiliov ni Modigliani, extraordinariamente retratados, sino Stalin, con su rencor y resentimientos de amante despreciado por la poeta.
Para que no haya malos entendidos: no importa si los datos son verídicos porque son más que eso, verosímiles, ciertos y verdaderos en un terreno más profundo, pero si se disfrazan de documento es porque la historia misma, en su sentido más escandaloso, el ejercicio de poder, es autora de ficciones. Y si Ruy Sánchez toma el camino de la ficción para entrar en Ana Ajmátova es porque así se siente más libre. Cuando se empezaron a conocer los archivos de la KGB y las otras policías secretas de los países del este se confirmó lo que ya se sabía: el infierno represivo de los escritores y artistas en la época de Stalin. El expediente Anna Ajmátova es el mejor libro de su autor y lleva, si no cuarenta años escribiéndolo, sí al menos pensándolo, cocinándose en su cabeza.
En el notable texto autobiográfico en la colección De cuerpo entero (1992) nos hace saber sobre su interés y su filiación sentimental y sensorial sobre el desierto y describe la génesis de lo que sería el Quinteto de Mogador, pero pasa por encima de otra de sus facetas, el interés por la literatura rusa y por las paradojas y contradicciones y no pocas veces el infierno en que se sumieron muchos autores en la época de las tentaciones totalitarias. En ese sentido es central su libro Tristeza de la verdad, ceñido y preciso trabajo sobre André Gide su “regreso de Rusia”.
En el ensayo sobre Gide pone en juego su preocupación por el dogmatismo ideológico incluso en un autor de tanta lucidez como André Gide, aunque él al menos es capaz de reconocer su error y ser autocrítico. Gide es un clásico de la literatura francesa en su faceta, perdón por la repetición, más clásica, la de Gide, Valéry, Claudel, Mauriac…, muy distinta de la vena vanguardista de Apollinaire, Breton, Eluard, Aragón. Ruy Sánchez aprendió a ser un buen editor, lo demuestra su paso por Vuelta, y la labor en Artes de México, leyendo publicaciones francesas, de la NRF a Tel Quel. Y es probable que a través de los debates que se daban en ellas sobre la literatura rusa de vanguardia y su triste, terrible, destino bajo el régimen soviético se despertara el interés por Ajmátova.
Intolerancia, dogmatismo y sobrevivencia
La literatura rusa, entre 1910 y 1940, vive un momento extraordinario, acompaña y no pocas veces apoya el movimiento revolucionario, y desemboca en suicidios, fusilamientos, asesinatos y purgas, golpeados los creadores una y otra vez por el dogmatismo. Los acentos existenciales apuntados en Dostoievski y en Chéjov encuentra en ellos –Block, Biely, Pasternak, Bulgákov y las extraordinarias Ajmátova y Tsvetáieva, una condición de desgarramiento extremo. Menciono algunos: son legión.
Las primeras dos décadas del siglo XX fueron en Rusia un intenso laboratorio social, ideológico y moral. En los años veinte la cosecha debía ser recogida, pero fue un camino al infierno. La reacción ante la diversidad, la diferencia y la pluralidad fue de una intolerancia absoluta. Los historiadores han tratado de explicar lo sucedido, pero si acaso han conseguido documentarlo, pues es en realidad inexplicable. La combinación de una supuesta ciencia económica, basada en Marx, una ideología moderna alimentada por los milenarismos y un desarrollo aún muy pobre en la burguesía rusa fue fatal: se pasó de la Edad Media a la dictadura del proletariado, poniendo el acento en dictadura. Los fusilados, los suicidas, los deportados al gulag y los ejecutados en las purgas cuentan la misma historia de intolerancia ante la inteligencia, la sensibilidad expresiva y la belleza de la creación. En otra ocasión me ocuparé de este período con más detalle.
La novela de Alberto Ruy Sánchez corre muchos riegos: para empezar, asumir un tema más propio de la historia y la investigación como una narración. El mismo título, desde la palabra expediente, indica que el autor tenía plena conciencia de los riesgos que corría. Y nos introduce ya en el universo concentracionario de la burocracia como sistema represivo. Pero la novela se desprende de la docuficción tanto como de la narración testimonial para ser narrativa en estado puro, única manera de comprender la intensidad de esa tragedia. La concepción de esa tragedia no puede ser sino afectiva, tiene que ser afectiva. ¿Habrá pensado en algún momento hacer un ensayo frío y objetivo, a la manera del que hizo sobre Gide? Supongo que sí, pero lo desechó para asumir este reto formal. Entendió que la razón razonable del ensayo no puede entender lo que pasó, sólo la razón narrativa, esa sinrazón mucho mas penetrante, como nos enseñó Proust, en los misterios del alma, incluida el alma rusa.
Ana Ajmátova sobrevivió a todo ello –fue una entre muy pocos– y llegó a conocer incluso un tibio reconocimiento como gran escritora, pero decir que vivió una vida de novela sería engañarnos: vivió inmersa en la tragedia. De novela es, puede ser, el amor por Modigliani en París, extraordinariamente bien recreado por Ruy Sánchez, incluso sin miedo al arrebato romántico en el borde de lo cursi. Nunca deja entrar la queja plañidera ni al chantaje sentimental retrospectivo y consigue, sin embargo, lo más difícil, plasmar para el lector el extremo desgarramiento de la vida de la autora.
La guillotina, ejecución publica e individual, puesta en práctica de manera atroz por la Revolución Francesa, se transforma, en la rusa, en algo peor, las ejecuciones de la ley fuga, los suicidios por desesperación, el desmembramiento de las familias, la imposibilidad de escribir, la confiscación de manuscritos, la deportación al gulag y la búsqueda de sobrevivir a través de la memoria: escribir en la memoria de los otros. ¿No es eso lo que es una novela, esta novela? Es un lugar común, pero no importa: Anna Ajmátova, junto a Marina Tsvetáieva, representa esa fortaleza de la mujer ante la adversidad. La palabra heroísmo es muy pobre para calificarla. Así, El expediente Ana Ajmatova muestra el comportamiento del poder totalitario ante aquello que le escapa: el amor. Más vale acabar, pues el que está poniéndose cursi es el crítico. Y así me voy a buscar Los sueños de la serpiente, la novela que no conozco de Alberto Ruy Sánchez, a la librería.