20 años de cine en Morelia La violencia indesterrable
Rafael Aviña
El evento, Claire Denis
Hace veinte años se inauguraba en la hermosa ciudad de Morelia un nuevo festival de cine que en breve se trastocaría en el mayor reducto de reunión, promoción y exhibición de la cinematografía nacional más joven y asertiva. Una suerte de laboratorio fílmico que daría cabida a todo tipo de voces e historias y transformaría no sólo la manera de filmar en México, sino de mirar el cine con una nueva generación de jóvenes que proponían temáticas convulsas y reflexivas sobre su propia cotidianidad y el país globalizado que les tocó vivir.
Aquella primera edición a la que tuve la fortuna de asistir, abrió con expectativas más sencillas que otros eventos ya consolidados. Lo curioso es que, desde su primera experiencia, adquirió no sólo reputación, sino una sorpresiva madurez, enfocando sus baterías hacia áreas neurálgicas, como la proyección de un cine internacional a medio camino entre el prestigio comercial y la experimentación insólita, e incluyó la presencia de figuras como Barbet Schroeder, Werner Herzog y Fernando Vallejo.
Sobre todo, el éxito instantáneo del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) radicó en su interés por acumular energía alrededor de un cine mexicano de permanente vocación experimental, gran aliento y poco apreciado, como el cortometraje, el documental, un cine regional representado por cortos michoacanos y un rescate permanente de clásicos mexicanos.
La celebración de sus dos décadas, a finales de octubre de 2022, rebasó las expectativas en un ambiente de algarabía y fiesta. Morelia 20 tuvo una de sus mejores emisiones aún en tiempos pospandémicos menos paranoicos. Hubo una liberación de los cubrebocas y reinó una atmósfera de cordialidad y apapacho en un evento sin fisuras, gracias a la férrea y amorosa disciplina de su incansable directora Daniela Michel, cobijada desde su primera emisión por Alejandro Ramírez Magaña, director de Cinépolis y Cuauhtémoc Cárdenas Batel.
Entre los invitados especiales –Jerry Schatzberg, Maribel Verdú, Frank Marshall y más– destacó la amable y vital presencia de la gran cineasta francesa Claire Denis (1948), exasistente de Wim Wenders y Jim Jarmusch, quien ha propuesto intrigantes caminos poco convencionales para relatos inscritos en géneros tradicionales, como el suspenso, el terror, la comedia o el drama social como lo muestran, entre otras, No tengo sueño, inspirada en el caso de Thierry Paulin, negro homosexual, travesti y asesino en serie de ancianas, que murió de sida en el París de fines de los ochenta; Materia blanca, historia de soledad, horror y racismo excluyente; Buen trabajo, que explora los ambientes viriles, la violencia y homosexualidad latente en el medio castrense de la Legión Extranjera francesa en África, o Sangre caníbal, pequeño estudio gore sobre la paranoia, la sangre y la antropofagia. Denis se paseó feliz y se tomaba selfies con quien se lo pidiese.
Iñárritu, Del Toro, Galindo, Mitchum
Morelia abrió con el alucinante ego-trip del siempre polémico Alejandro González Iñárritu: Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, un filme con todo para admirarlo y más para odiarlo. El director explora sus temores, capacidades y sinsabores como inmigrante de primera y, en especial, dialoga con su ego de tal manera que es imposible no reírse o sorprenderse. Bardo toma prestadas o de plano se fusila escenas de 81/2, de Fellini; El espejo, de Tarkovski; Paisaje en la niebla, de Théo Angelópoulos, alardes demenciales musicales de Kusturica y más, y propone algunas secuencias de verdadera pena ajena como la toma del Castillo de Chapultepec o la del aeropuerto, con el policía gringo de origen mexicano. No obstante, Bardo tiene instantes geniales, incluso conmovedores, con un gran Daniel Giménez Cacho, como las escenas en el California Dancing Club y, en particular, las delirantes escenas en las calles de Cinco de Mayo, Madero y en el Zócalo que concluye con el mismísimo Hernán Cortés
En cambio, el otro querido amigou del festival, Guillermo del Toro, en contraste, siempre mesurado y sencillo, envió un sensible clip para presentar Pinocho, codirigido por Mark Gustafson, a partir de una deslumbrante técnica de animación stop motion en la que colaboraron decenas de talentosos animadores mexicanos. Se trata de un bello relato moral infantil y no más, sobre la relación entre un anciano padre, su hijo fallecido y
la ingenua marioneta de madera que lo sustituye, inspirado no en Disney sino en el original del italiano Carlo Collodi.
En su vigésima edición, la tradicional retrospectiva de cine clásico nacional recayó en varias de las mejores obras de Alejandro Galindo, mismas que tuve el honor y la fortuna de presentar en pantalla grande. Pulsante retratista de la urbe y de las luces y sombras del alemanismo en particular, Galindo construyó con enorme vigor una de las filmografías más consistentes, reflexivas y sensibles del cine mexicano. Su primera gran película es Campeón sin corona (1945), sobre el ascenso y caída de un boxeador de barrio, derrotado por sus propios temores e inspirado en la triste leyenda de Rodolfo Chango Casanova, protagonizada por su actor de cabecera: David Silva. Con él mismo realiza en 1948 ¡Esquina bajan! y su secuela Hay lugar para dos, las aventuras urbanas de Gregorio del Prado, chofer de la línea de camiones “Zócalo-Xochicalco y Anexas”, así como Una familia de tantas (1948) un agridulce relato sobre el patriarcado tóxico. Otro emotivo retrato del individuo enfrentado a una triste realidad social es Espaldas mojadas (1953); en cambio, Los Fernández de Peralvillo (1953) es una oscura obra noir con un enfoque amargo sin posibilidad de redención, con Víctor Parra como hombre de barrio que asciende en sociedad y cuya caída será estrepitosa, acompañado de Silva y Resortes. También se exhibió ese brillante policíaco urbano inspirado en un caso verídico de nota roja: Cuatro contra el mundo (1949), drama claustrofóbico que confronta a los responsables del asalto a un camión de la Cervecería Modelo, con Víctor Parra, Tito Junco, Leticia Palma y José Elías Moreno. Lo sorprendente es que las salas se llenaban de jóvenes, especialistas extranjeros y un público adulto que asistió con fidelidad a todo el ciclo.
La gran sección del festival que es México imaginario presentó cuatro títulos protagonizados por ese viril y atípico outsider de Hollywood y gran aficionado a la mariguana que filmó electrizantes y divertidos relatos noir, acción y western en nuestro país: Robert Mitchum, presentadas por el británico Nick James, que aportó interesantísimos y desconocidos detalles. En un mundo caótico, lo único que ayuda a aliviar el dolor es el pasado, de ahí los constantes regresos en el tiempo: el flashback como acto de moral y de fe como sucede con su personaje en Traidora y mortal (Jacques Tourner, 1947), filmada en parte en Acapulco. El gran robo (Don Siegel, 1949) es un muy entretenido road movie policíaco rodado en Veracruz y Puebla en el Hotel Garci Crespo, en Tehuacán, con una pléyade de actores mexicanos. Las fronteras del crimen (John Farrow, 1951) se ambienta en un hotel de Los Cabos, Baja California, donde un apostador librará una trampa para asesinarlo, con una deliciosa Jane Russell. Y en Qué lindo es mi país (Robert Parrish, 1959), Mitchum huye a México por haber matado al asesino de su padre y se involucra en el tráfico de armas en tiempos de la Revolución.
Las ganadoras de ficción
Independientemente de sensibles y agradables sorpresas como Días borrosos, de Marie Benito, relato de encierro pandémico sobre una mujer a la que se le pasa el tiempo de tener un hijo, el moroso y tenso retrato de machismo y despertar sexual adolescente Trigal, de Anabel Caso, y la inquietante travesía de un campesino a la capital para rescatar el cuerpo de su hija muerta en Zapatos rojos, de Carlos Eichelmann Kaiser, el Premio del Público recayó en la alucinante Huesera, de Michelle Garza, sobre la paranoia a la maternidad y a las relaciones sexuales convencionales; un filme disparejo pero con notables momentos que capitaliza la corrección policía, el impacto LGTB y la generación todex.
De manera sorpresiva, el jurado premió dos nuevas tramas sobre la violencia indesterrable de un país que se ha acostumbrado al dominio de la ignorancia, las desapariciones forzadas y la brutalidad como moneda corriente. El norte sobre el vacío, de Alejandra Márquez Abella, ganó en Mejor Largo Mexicano, Mejor Actor a Gerardo Trejoluna y Mejor Guión a Márquez, y el eficaz Gabriel Nuncio con una espléndida primera parte, en la historia de un ranchero regiomontano y cazador que enfrenta a unos narcos y se solaza en sus trasnochados rituales machistas (grandiosa la escena de los hombres cantando “No hay novedad”, de Los Cadetes de Linares, la de los animales sacrificados y la coneja de Pascua). Pese a su dispar conclusión, crea una inquietante atmósfera que tiene que ver con esa suerte de venganza de la naturaleza: el universo animal que repta en la oscuridad y observa acechante.
El premio a Mejor Dirección fue para Natalia López Gallardo, pareja de Carlos Reygadas, en la muy inquietante, críptica y “reygadezca” Manto de gemas. Una familia de clase alta, los secretos que oculta y sus relaciones de poder en un pueblo de Morelos dominado por el narco, a partir de un ritmo moroso entre la ficción y el documental y buena interacción entre actores profesionales y no actores. Una suerte de ensayo psicosocial sobre el mal y la humillación que corroe al país entero, metaforizada en esa secuencia de Nailea Norvind obligada a huir desnuda o la escena final del fuego en cámara ralentizada. Finalmente, la prensa especializada de cine reconoció con el Guerrero de Oro al afable colega y buen investigador de cine mexicano Eduardo de la Vega Alfaro.