Annie Ernaux y la épica de la inconformidad doméstica
Evelina Gil –
Cómo habría podido siquiera pasarle por la cabeza, a aquella joven y desesperada ama de casa de Annecy, Francia, que arrojaba el contenido de una bolsa de espaguetis al agua hirviendo, con un bebé henchido de amor dándole vueltas, sin oportunidad para concluir una tesina sobre surrealismo aunque garrapateara sus primeras novelas en cuadernos secretos, robándole tiempo al tiempo, que en 2022 llegaría a ser Premio Nobel de Literatura en 2022. Aquel momento en que Annie Ernaux, graduada en literatura por la Universidad de Ruán y profesora de dicha asignatura en un liceo local, sentía haberse fallado a sí misma, al dejarse empujar como una muñeca al destino que juró esquivar tras su primera lectura de El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, contemplando su perfecto hogar, sus hijos, su esposo triunfador (entre comillas, era un músico que fracasó como tal apenas optó por la vía directa y fácil de ingresar a la burocracia), sus frenéticos paseíllos por el supermercado como si no estuviera allí, espectadora de un “yo” alternativo que no se parecía en nada a la muchacha libre y bocona que tallaba obscenidades sobre la madera del pupitre de su escuela monjil, ésa donde le decían que no esperara otra cosa de la vida que ser tendera, como su madre. Entre tendera y ama de casa abrazada por un elegante abrigo, no quepa duda, Annie habría optado por lo primero. Su madre, a fin de cuentas, tuvo la fortuna de contar con un esposo, padre de la futura escritora, que no se sentía menos hombre por auxiliarla en la casa, e incluso disfrutaba cocinar.
El ideal estético de la francesa Annie Ernaux, el efecto que su escritura persigue, podrá parecer insólito, susceptible a interpretaciones sesgadas; desearía, confiesa a través de su alter ego narrador en su primera novela traducida al español Pura pasión, originalmente publicada en 1992 (Tusquets México 1993, traducción de Thomas Kauf), aspirar a un lector que gane la misma impresión que cuando ve una película pornográfica: “Me ha parecido que la escritura debería atender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y este estupor a una suspensión al juicio moral.” Procede, entonces, a exponer su pasión descarnada y enfermiza por un diplomático europeo de extraordinario parecido con Alain Delon… y la sugerida anécdota rosa nos conduce por una escritura quirúrgica que se abre a la rispidez de una cámara para colposcopio, aunque en lo profundo le avergüence hacer vivido esa pasión brutal –pelear a puño limpio contra la vergüenza es constante de Ernaux desde su irregular infancia–; no alude a orgasmos ni actos específicos, sino a la abrumadora sensación de incurrir en una tontería demasiado íntima; ella, una madre de cuarenta y nueve años, que se olvida de dos hijos que deben rondar la adultez; que no tiene empacho en echarlos para invitar a pasar al amante; sobajamiento del que es dolorosamente consciente pero qure no le impide continuar los preparativos del escenario erótico: “No quiero explicar la pasión –lo que equivaldría a considerarla un error o un desvarío por los que hay que justificarse– sino sencillamente exponerla.”
El infinito de lo secreto y la vergüenza
Annie Ernaux nació el 1 de septiembre de 1940, en una diminuta ciudad de Normandía en la que, dice en otra de sus novelas, La vergüenza, “Ser como todo mundo era el objetivo general, el ideal que debería alcanzarse. La originalidad pasaba por excentricidad, incluso como la señal de estar chiflado. Todos los perros del barrio se llamaban Toby o Boby” (Tusquets, 1999, traducción de Mercedes y Berta Corral). A través de su infancia y adolescencia, la largirucha Annie fue acogiendo la sensación de no ser como todo el mundo. Para empezar, no se percibía “buena” pese a su muy arraigado catolicismo que le producía pesadillas en las que se veía en el infierno pues, durante la primera comunión, la hostia no se le deshizo en la lengua sino se le quedó pegada al paladar. Porque era una niña pobre estudiando en escuela de ricas y a los quince años no le despuntaban los pechos. Dicha sensación terminó por cubrirla como pátina de polvo cuando tras una absurda discusión marital, y pese a que sus padres llevaban una relación “anormalmente” armónica y hasta cómplice, vio a su padre, el que le contaba cuentos para dormir, él y no la madre, coger un hacha y blandirla ante ésta. El crimen no consumado, dibujado apenas, insinuado, incrementó su vergüenza hasta la asfixia: “A partir de entonces he dicho a varios hombres: ‘Cuando estaba a punto de cumplir doce años mi padre intentó matar a mi madre.’” La necesidad de compartir esta escena con ella marcaba hasta qué grado se sentía unida a ellos, aunque todos, sin excepción, quedaran profundamente silenciados tras la, quizá, innecesaria confesión. Nunca aclaró que, tras el incidente, los tres miembros de su pequeña familia se marcharon a pasear por el campo en bicicleta. Ese nimio detalle echaría a perder la sofisticación de la anécdota susurrada. Pero de eso se trata la escritura de Ernaux, de normalizar cualquier suceso, incluso el más dramático o inmoral: “No espero nada del psicoanálisis ni de la psicología familiar, pues yo misma saqué hace tiempo mis propias conclusiones a este respecto, muy rudimentarias: madre dominadora, padre que pulveriza su sumisión con un gesto mortal, etcétera.”
Ella, que jamás conoció el encanto de las metáforas ni el júbilo del estilo, pues sencillamente escribe en la lengua que le enseñaron sus padres, se hizo escritora para curarse la vergüenza y descubrió en este proceso el objetivo de su arte: “Siempre he deseado escribir libros de los que sea imposible hablar a continuación, que hagan que la mirada ajena me resulte insostenible” (La vergüenza). Sus secretos vergonzosos, humillantes, incluso, son, casi siempre, centro de cada una de sus extraordinarias novelas y nouvelles: expone, en El acontecimiento, un aborto de juventud del que nunca apostilla arrepentimiento o malestar y agrega que nunca le preocuparon los anticonceptivos. En La mujer helada, sin embargo, habla de hacer perdedizas las píldoras para preñarse de un segundo hijo que no está contemplado, como recurso desesperado para descansar y dedicarse a leer y escribir. En Pura pasión no tiene empacho en decirnos lo que no nos atreveríamos a reconocer, en caso de haberlo experimentado, como desear contraer el sida de su amante para quedarse con algo de él. El conjunto de sus obras concreta el grito de una muchacha que durante años se vio obligada a cuchichear en su propia casa, no fueran a enterarse los vecinos de alguna cochinada; que rellenaba sus cuadernos escolares con majaderías, “y todo lo que se puede escribir tranquila, impunemente”, mientras aparentaba estar tercamente callada y cabizbaja… abochornada de sus sensaciones y deseos. De su cuerpo entero.
En El lugar, publicada en Francia en 1983, acreedora al importante P|remio Renaudot del siguiente año, es la única donde, por encima de la vergüenza, se impone una cierta nostalgia. Sus personajes no son otros que su propia familia y la gente de Yvetot, su pueblo natal que aquí se alude con la inicial Y. El personaje central, en este caso, es el padre de la autora, el que en un rapto de locura amenazó a su amada esposa con un hacha sin cercenarle un pelo. No el padre quebrantador de la paz mental de la madre con ocasionales
líos de faldas, antes bien un hombre más rústico que modesto, que por gracia de la prosa de Ernaux se transforma en uno de sus más entrañables personajes que expira al poco de que la hija le brinda la satisfacción de aprobar el examen de capacitación en un liceo de Lyon. Se relatan entonces los pormenores del sepelio, no a partir de sus preparativos sino de las emociones que embargan a la narradora. El impacto de ver por primera vez los genitales del padre que la madre se apresta a cubrir. Hedores y sensaciones son descritos como un regodeo porque le permiten recuperar la presencialidad de aquel que revolotea en sus recuerdos: “Así empecé una novela en la que él era el protagonista. Sensación de asco a mitad de la narración.” Nos habla entonces de la felicidad de la pobreza que es aleccionadora y necesariamente creativa. La familia unida entre las ruinas de un bombardeo alemán, las golosinas que no pueden comerse por falta de cupones. Una familia que se comunica en patois, lengua vulgar que solía avergonzar a su hoy orgullosa máxima exponente: “Hay gente que aprecia lo ‘pintoresco del patois’ y del ‘francés popular’. A Proust por ejemplo le encantaba subrayar las incorrecciones y las palabras antiguas que utilizaba Françoise. Lo estético, en este caso, es lo que importa: Françoise es su criada, no su madre.”
Obscenidad, inconformidad y fracaso
Se dice que el de Annie Ernaux es el Nobel al “yo”, más importante aún, al yo femenino de Marguerite Duras; de la también descarada Christine Angot; al que hace de sus experiencias domésticas una épica de la inconformidad y del fracaso, bañada de epítetos a cuál más escatológico y obsceno: “El embarazo glorioso, plenitud de alma y cuerpo, no me lo trago, hasta las perras preñadas enseñan los dientes y gruñen mientras duermen”, feminismo bárbaro. Soy de las conspiranoicas convencida de que el otorgamiento del Nobel no es casual. Y si bien estamos ante una obra meritoria de todos los premios literarios existentes, éste se otorga justo el año en que el Supremo Tribunal de los Estados Unidos comienza a desmantelar la sentencia Roe contra West, volcándose del lado West y anulando el derecho al aborto en gran parte de su territorio.