La flor de la palabra
Irma Pineda Santiago
Hace treinta años, mientras caminaba por las calles de una ciudad vistiendo mi colorido huipil, un grupo de jóvenes pasó junto a mí gritando: “¿Dónde es el carnaval?”, y se alejaron con sus risas y sus burlas. Mi temerosa juventud de entonces sólo me permitió llorar y desear ser invisible. Hace unos días vi un video que circuló en las redes sociales donde los policías de Ciudad de México le niegan el paso a una mujer que viste con su radiante huipil rojo. Me doy cuenta de que sin importar los años que pasen y las cosas que cambien en este país, el racismo sigue siendo esa enorme roca que todos vemos, que todos nombramos, mas no hemos podido (o querido) mover.
El racismo y la discriminación hacia personas y comunidades indígenas se presenta desde las formas apenas perceptibles en una mirada, hasta las que literalmente matan. Acaso la más paradójica sea la relación que se establece con los textiles y diseños tradicionales de los pueblos, especialmente con los huipiles, los cuales son celebrados en las fotografías o en los museos y, tan deseables se vuelven, que son copiados y plagiados por diseñadores y marcas reconocidas. No olvidamos los casos de la francesa Isabel Marant, acusada de plagiar las figuras bordadas en las blusas de la cultura mixe y las imágenes que identifican al gabán purépecha de Michoacán, así como el de la marca Carolina Herrera y su diseñador Wes Gordon señalados por apropiación cultural indebida, al “inspirarse” en diversos diseños, como los animales bordados de los textiles de Tenango de Doria, Hidalgo, o las flores de los huipiles del Istmo de Tehuantepec.
Una vez en los catálogos internacionales estos huipiles se anuncian a precios exorbitantes. Un ejemplo es la blusa mixe que en las manos de una artesana puede costar cuatrocientos pesos, mientras que, con la firma de la diseñadora, se anuncia en casi veinte mil pesos mexicanos, pagando así por la marca que los promueve para vestir pieles blancas como un gusto exótico, o como muestra de interés por el folclor mexicano, mientras que en las pieles morenas estas mismas blusas o huipiles son objeto de desprecio y violencia por parte de mucha gente, incluyendo servidores públicos.
Al plagiar los diseños de los textiles no sólo se roban las imágenes o las formas, sino que se comete un acto aún más violento: se les despoja de toda emoción e historia. Sí, porque nuestros huipiles no son sólo trapos que nos cubren; nuestros huipiles hablan y cuentan la historia de muchas generaciones. En nuestros huipiles se bordan leyendas, conocimientos, sabiduría; en ellos encontramos geografía, astronomía, matemáticas, biología, saberes y palabras que nos han guiado por siglos. Cada huipil es una pieza única que recibe y comparte la energía que en él se depositó a través de cada hilo, de cada figura y color elegido.
Todo lo anterior queda ahora sólo como una visión romántica que se diluye frente a las máquinas de bordado que producen cien huipiles por hora; frente a la inacción de los gobiernos de todos los niveles, que sólo emiten comunicados donde condenan o se indignan por los plagios cometidos sin que realicen ninguna acción legal para castigar o detener esos abusos que sobre los pueblos indígenas se siguen realizando y, desafortunadamente, sin que haya procesos de sensibilización o capacitación de los funcionarios y servidores públicos para que conozcan y valoren la gran diversidad cultural que existe en este país, o al menos para que sepan que en el artículo segundo de la Constitución mexicana se especifica que México se sustenta en su población indígena y afromexicana.
Hoy más que nunca es necesario que nuestros huipiles hablen, para recordarnos que somos un país de sangre indígena y afrodescendiente, para insistir en que todas las personas y las instituciones tenemos que trabajar para construir una sociedad más equitativa, donde el color de piel o la vestimenta nunca más sean motivo de violencia.