Entre Marx y Moisés: el camino plástico de Vlady
Evodio Escalante
Un pintor que solamente pinta, no es un pintor. Cada pincelada, cada trazo sobre la tela, no sólo acarrea texturas y colores, fragmentos de un significante que acaban por prevalecer cuando la obra está concluida; en este acarreo es preciso que del significante brote al menos la sombra de un concepto, el vislumbre de una idea, el parpadeo de una noción que lo organiza todo. La estrella polar que de modo obsesivo guía la voluntad del pintor y el dibujante Vlady es la de la revolución. Pero no la revolución tal y como solemos entenderla en los manuales de historia, sobre todo los que toman como ejemplo de ella a la Revolución Francesa de 1789, que representa el triunfo en el mundo de lo que podríamos llamar la racionalidad histórica, y que hizo exclamar a Hegel, cuando vio entrar en Jena a Napoleón: He visto el espíritu del mundo cabalgar a caballo. Vladimir Kibalchich Russakov (Petrogrado 1920-Cuernavaca 2005) concibe la revolución desde una tradición mesiánica que enlaza al menos tres figuras fundamentales: a Moisés, a Jesucristo y a Trotsky, este último, por cierto, como joya de la corona. Se alude con ello a un pensamiento mítico, y a la vez salvífico, que arraiga en la tradición y está obligado a oponerse a la racionalidad pragmática que prevalece en la historia del mundo. Reconozcamos que la de Vlady es una idea grandiosa, aunque no exenta de problemas. La zarza de Moisés, que alumbra desde el Sinaí, y las alas de los querubines cristianos que calzan como botas de siete leguas los pies del revolucionario bolchevique, quien se yergue blandiendo en sus brazos las hachas de una destrucción que acaso obedece a designios divinos, esta zarza y estas alas marchan, por decirlo así, en contra de la corriente. A la historia real oponen una historia religiosa y mitológica: la ceguera del iluminado. Vulneran con ello lo que entendemos por racionalidad. En absoluto contraste con esta fábula mesiánica, e invalidando con ello este drama cósmico colosal, José Stalin, el gran corruptor y el gran villano, tendría que hacer suyo a fin de cuentas, aunque nos cueste aceptarlo, el monopolio de la razón que opera en el mundo. Frente al mito religioso, la realidad dura de los hechos.
Aludo por supuesto a un acontecimiento traumático, de algún modo irrebasable, y que impacta para siempre al artista. El piolet que se clava en el cráneo del exdirigente bolchevique, representa la eficacia de un plan racional tramado y operado desde el Kremlin. Más allá del bien y del mal, la racionalidad histórica corre por los delgados hilos de plata que moviliza Stalin desde la impunidad del poder absoluto. Esta racionalidad es la única realidad efectiva. Trotsky, podemos decirlo así, muere asesinado en su exilio mexicano para que el carro de la historia pueda continuar su carrera.
Víctor Serge, y Vlady, su hijo pintor, están obligados a revolverse contra este principio de actuación social. Porque con Trotsky no sólo muere Trotsky, mueren también con él la idea de una oposición histórica al estalinismo y muere igual la idea gloriosa de la revolución permanente.
La Historia como enfermedad
El sueño de la orfandad produce monstruos. El delirio caótico, la grandilocuencia mesiánica y apocalíptica, las figuras que se abigarran en el lienzo como si quisieran escapar del sitio que les ha asignado el autor, la mano con unos dedos cortados, los troncos sin la cabeza, el cuerpo de Eva que regresa al cuerpo de Adán, como si fuera posible retorcer el Génesis y enmendar la Creación; las hachas convertidas en víboras, la obligación que nos impone la historia de cargar al otro cuando los pies del otro parecen querer avanzar en el sentido opuesto, la teratología como compañera ubicua, el terror y la muerte: todo ello sirve para corroborar la zozobra. El artista ha enfermado de historia y nos hace partícipes de su drama.
La insistencia como conquista: Vlady logra una suerte de síntesis. Empeñado en dibujar y pintar el instante traumático del piolet que penetra a traición en el cráneo de Trotsky, acaba proponiendo una suerte de ideograma quintaesencial: un par de líneas que inciden en una esfera. C’est tout. Es lo que logra Vicente Rojo con la matanza de Tlatelolco cuando durante años y años lo único que hace es plasmar una “T” sobre un paisaje abstracto de figuras geométricas. Desaparece la carne y queda el concepto, pero un concepto que produce dolor.
Me gustan cuadros como el que se titula A donde va uno no va el otro, o como Comisario de rancho. Veo en ellos el contraste de la sencillez. Es lo simple que puede abarcar el todo, y que lo sintetiza. Este último cuadro resulta, de modo particular, escalofriante. Tiene la economía de un Rufino Tamayo. Sobre el fondo de un horizonte plano, sin melladuras, se yergue la figura vencedora del comisario, con su budiónorka en la cabeza, verdadero símbolo de poder, protegido por una austera cerca hecha con palos. Sobre la punta de uno de estos maderos, como un escueto indicio, un hacha enterrada.
Hay otras muchas piezas notables. El Autorretrato como vidente es una de ellos, o el óleo titulado Autorretrato, de una simplicidad que atenúa lo monstruoso: lo que se nos muestra es el tronco de un hombre al que le falta la cabeza, pero esta cabeza está sostenida, como si no pasara nada,
por las manos laxas de este tronco que la resguardan a la altura del vientre. Por lo demás, la cabeza tiene los ojos despiertos y desde ahí nos escruta. Un Vlady impertérrito atestigua que lo miramos con su cabeza cortada, y que pasamos de largo, como
si nada.
El marxismo pictórico
La obra cumbre de Vlady, sin duda, es el llamado Tríptico trotskiano, con cuadros de gran formato que resumen a la vez la experiencia y el anhelo, nunca abandonado, de esa revolución mesiánica que está obligada a ser una revolución total. Magiografía bolchevique (1967), Viena 19 (1973) y El instante (1981) son los tres movimientos de esta sinfonía que es a la vez exaltación y testimonio agudo de una incertidumbre. ¿Incertidumbre frente a la revolución? Sí, por supuesto. La primera pieza es el documento afirmativo. El cuadro lo preside la figura de Trotsky en sus momentos de gloria. La revolución soviética triunfante parece preservar para este personaje protagónico la silla de la que emanan la autoridad y la fuerza. Acaso Vlady plasma la escena no sin acudir a cierta ironía, la ironía de lo que pudo ser, y quizás por esto la titula “magiografía”, porque hay algo de “mágico” o de irreal en la situación. Las maquinaciones de Stalin, como se sabe, lo destierran primero y luego lo mandan al exilio. Viena 19, en cambio, nos retrotrae a la cruda realidad del exilio en México consentido por el general Lázaro Cárdenas: es el momento en que Siqueiros, acompañado por varios camaradas del Partido Comunista, irrumpen en el refugio de Trotsky y accionan sus fusiles en un intento fallido por asesinarlo a él y a su familia. Tirados en el piso, León Trotsky y Natalia Sedova se abrazan y de modo providencial sobreviven sin lamentar un rasguño. El torbellino de los amarillos, los rojos y los púrpuras, contribuye sin duda al dramatismo de
la escena.
El instante, la pieza final del tríptico, es acaso la más enigmática y fascinante. Vlady regresa esta vez a la oficina en la que fue asesinado Trotsky, pero no vemos al dirigente ruso por ningún lado. Los vivos brillan por su ausencia. El centro del cuadro lo ocupa una mesa de madera, la mesa que le servía de escritorio a Trotsky, con sus papeles y sus carretes de grabación, pero esta mesa se encuentra flotando en el aire, como si hubiera adquirido vida propia y hubiera decidido soltarse a bailar en medio de la sala. La mesa tiene cuatro patas: la primera es de madera, como corresponde; la segunda es una pierna humana, que termina con pie de carne y hueso; a la tercera pierna le brota un hacha de metal, y la cuarta se sostiene sobre una zarza ardiendo: la misma que vio Moisés cuando subió al Sinaí. Sobre la esquina superior izquierda, dos objetos flotantes más: un libro abierto a la mitad, y las suelas de los zapatos que pertenecieron a Víctor Serge, el padre del pintor, con las suelas agujereadas. Aquí hay algo inquietante que puede servir como una primera clave: Serge, a quien no vemos, en dado caso estaría de cabeza y sólo serían visibles sus zapatos humildes, de revolucionario. La clave es la del “mundo invertido”, pues este mundo, en el que moramos y padecemos, es el mundo al revés. Los justos mueren, los villanos ocupan el trono.
Dentro del inventario de lo extraño, o de lo “fantástico”, está no sólo que la mesa se encuentra “volando” en medio de la sala, sino que de inmediato sabemos que esto se debe a su peculiar constitución: una de sus piernas culmina con un pie humano, capaz de bailar y de caminar, aquí, en este mundo; otras dos evocan la violencia revolucionaria (simbolizada por el hacha), así como el carácter mesiánico de la revolución (la zarza del profeta y legislador Moisés). Esta combinación estrambótica de lo humano y lo sobrehumano, por supuesto, enloquece a la mesa y la pone a bailar.
Me sospecho, empero, que hay otra clave secreta en este inquietante cuadro “deshumanizado”. Es como si Vlady pensara que la revolución, el verdadero tema de toda, o de casi toda su pintura, habrá de producirse sólo por una intervención divina, ajena del todo a la posible participación de los hombres en ella. La revolución, de tal suerte, aparece como una entelequia, como un autómata siniestro, que nos convoca al mismo tiempo que logra prescindir de nosotros, de modo que nos
desecha. La revolución, así concebida, encaja de modo perfecto en la descripción que propone Karl Marx de la mercancía en el primer tomo de El capital. Estoy seguro que Vlady conocía este pasaje que dice así: “…la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se transmuta en cosa sensorialmente suprasensible. No sólo se mantiene tiesa apoyando sus patas en el suelo, sino que se pone de cabeza frente a todas las demás mercancías y de su testa de palo brotan quimeras mucho más caprichosas que si, por libre determinación, se lanzara a bailar”. (Las cursivas son del original.)
A fin de cuentas, así lo sospecho, Vlady no hace sino poner en escena y volver significativas unas líneas de Marx.