Ganar dos premios en la categoría “libro de arte” debió provocar cierto escozor en Rodrigo Moya

Sobre piedras y gente en la fotografía de Rodrigo Moya

Juan Manuel Aurrecoechea

Ganar dos premios en la categoría “libro de arte” debió provocar cierto escozor en Rodrigo Moya, que ha insistido en que su trabajo tiene poco ver con el arte, que lo suyo es el periodismo, el escrutinio de la circunstancia.

Las imágenes de Moya tienen el poder de llamar la atención sobre los acontecimientos que capturan como momentos de una historia social. En Limpiavidrios, de 1960, el fotógrafo documenta la tensión entre la geometría de unos edificios y los trabajadores que limpian sus ventanas, colgados de frágiles cables, con su vida literalmente pendiente de un hilo. Moya ha contado que tomó la fotografía preguntándose por el salario de los limpiavidrios al servicio de una empresa multinacional y, de alguna manera, su pregunta quedó impresa en la imagen. Independientemente del contraste entre la inmensidad de los edificios y lo pequeño de los tres trabajadores, lo verdaderamente significante de la imagen es el retrato de las condiciones laborales que hicieron posible ese México moderno del llamado “milagro mexicano”, cuya economía crecía a un espectacular siete por ciento anual. ¿No es ese México una construcción que aplasta a sus trabajadores, no es ésta la historia que cuenta la imagen?

De cierta manera, Limpiavidrios sintetiza el proyecto de fotografía social de Rodrigo, quien se propuso retratar ese “milagro mexicano” a contrapelo, desenmascarando su demagogia y sus efectos concretos en los cuerpos y las miradas de sus retratados: imágenes encarnadas que interpelan cualquier generalización triunfalista.

Solitarios y limpiavidrios

Una foto completamente distinta y paradójicamente semejante a Limpiavidrios es Columnas del Convento de la Merced, de 1964. En ella, tan perdidos como los limpiavidrios, pero sin duda más divertidos, aparecen cuatro jovencitos entre las churriguerescas columnas del convento. El contraste entre la arquitectura del edificio, calificado como uno de los más suntuosos de la Nueva España, y la piel de los niños, es también el contraste entre la aparente eternidad de la piedra y la fragilidad de la vida, entre la ciudad colonial que pretendió ser eterna y el pasajero tránsito por los años sesenta del siglo pasado de cuatro de sus pequeños habitantes. Para muchos fotógrafos los niños hubieran resultado un estorbo y, de haber ocupado el lugar de Moya, los hubieran ahuyentado para capturar la frialdad sobrecogedora del edificio. Para Rodrigo, a quien le interesa mucho más la gente que las piedras, los niños ocupan el centro de la imagen, le dan sentido.

El libro reproduce varias de las fotografías que ilustraron la guía México, encargado por la Editorial Destino, de Barcelona, en los primeros años sesenta del siglo XX a Salvador Novo y Rodrigo Moya. En sus páginas se libró una emblemática batalla entre un escritor de derecha y un fotógrafo de izquierda, y esa batalla permanece magistralmente impresa en las imágenes. Mientras Novo exigía fotos pulcras, sin gente, el fotógrafo insistió en incluir a las personas, en retratar un país habitado. “No quiero peladitos en mi libro”, decía Novo. Afortunadamente Moya resultó vencedor: “ensució” las imágenes, convirtiendo lo que estaba destinado a ser una insulsa guía turística en un complejo libro infiltrado que retrata al México profundo de los años sesenta.

Otra imagen fascinante de este libro es Vecindad en el Centro histórico, de 1965. Ocupando una ínfima parte del espacio fotográfico, dos mujeres con sus niñas conversan en el pretil de una fuente vacía, con el imponente fondo de un vetusto edificio. Aquí lo que parece frágil es la construcción. Hay una limpieza, una poética y una paz en la imagen que llaman a habitarla, como diría Ronald Barthes que hace toda buena fotografía.

Hombre solitario, de 1965, es un retrato poético de la soledad fabril, de ese proletariado que normalmente concebimos como masa y no como persona. No hay manera de no preguntarse de dónde viene y a dónde va ese hombre encorvado que camina al pie de la fábrica devoradora de humanidades.

Nosotros los pobres, de1965, es la bofetada que se merecía la versión melodramática y celebratoria de la cultura de la misera del cine mexicano de vecindad que pretendió representar la folclórica heroicidad de los “entrañables” pobres del ya referido “milagro mexicano”. Entre la geometría de los tendederos, una docena de vecinos, la mayoría niños, observan en el pasillo al fotógrafo intruso que ha subido al techo de sus viviendas para retratarlos. Más que mirar al fotógrafo, los retratados cuestionan la postura de los espectadores frente a su pobreza. La ropa perfectamente limpia y tendida, con toda seguridad producto del trabajo de las mujeres, da un acento especial a la imagen.

En el primer plano de Cabeza de serpiente prehispánica empotrada en una esquina de la casa de los Calimaya, aparece –más que “empotrada,” aplastada por el edificio colonial– la escultura de una cabeza de serpiente mexica magnificada por el , punto de vista del fotógrafo, que la hace ocupar más del sesenta por ciento de la imagen. Se trata de una toma en contrapicada de una de las esquinas del edificio que hoy alberga al Museo de la Ciudad de México. En ese lugar tan cargado de simbolismo, Moya oprimió el obturador de su cámara en el momento en que una joven solitaria caminaba por la calle República de El Salvador y la atrapa mirando a la lente sin inmutarse, como si desafiase, más que al fotógrafo, al pasado, a la cabeza de serpiente y al edificio colonial, y con ello al lugar en que el patriarcado ubica a las mujeres. La foto captura, al mismo tiempo, una escena de la vida cotidiana, tan banal como muchas otras, y el momento en que la mujer ingresa en la historia. No pasará mucho tiempo para que irrumpa la llamada segunda ola del feminismo.

 

Punto de vista y postura

Las imágenes del libro de Moya demuestran que el asunto de la fotografía es el asunto del punto de vista: del lugar en que se coloca el fotógrafo en la escena, pero sobre todo del punto de vista ético y político. Y aquí no hay duda de la postura de Rodrigo, un fotógrafo pensante y crítico; un fotógrafo que, como el soviético Alexander Rodchenko de los años veinte del siglo pasado, propone una fotografía que explora nuevos ángulos, formas inéditas de ver que buscan sacudir la conciencia de los espectadores y liberarlos de la mirada convencional, mostrando públicamente el lado escondido de las cosas y los acontecimientos.

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