Proust y Céline: dos miradas a la condición humana
Valerio Magrelli
En 1950, Louis-Ferdinand Céline fue condenado in absentia a un año de prisión; además, fue multado y declarado Desgracia Nacional por actos perjudiciales para la defensa de Francia. Un año después llegó la amnistía. Sin embargo, es extraño mencionar que sólo basta ir a internet para encontrar docenas de entrevistas con el escritor. ¿Por qué? ¿Por qué este hombre que luchó contra el mundo aceptó exponerse con tanta soltura, afán y precipitación? La respuesta a esta pregunta aparece en la constante contradicción de un escritor que se situó entre el radicalismo estilístico y el coqueteo con el mercado.
Pero vayamos al corazón de lo relevante en Céline: el estilo. Hemos llegado a lo esencial: desde su perspectiva, la literatura, lejos de ser un pasatiempo o una actividad decorativa, requiere un esfuerzo atroz. A sus ojos, el escritor debe ser visto –ante todo–como un trabajador infatigable. Para todos los demás, para los escritores sin necesidad y sin ninguna exigencia, para todos los que escriben con prisas, sólo queda la burla. Es decir, el arte exige a cambio la vida del autor. Hay que pagar, retribuir el trabajo con la propia existencia.
Refiriéndose a una de las tantas novelas comerciales, le oímos declarar: “Preferiría morir antes que escribir un libro semejante.” Aquí, este es el Céline en toda su intransigencia, como cuando vemos que tiene que defender sus textos de los recortes y la censura: “¡No añadas ni una sola sílaba sin avisarme!”, o: “Me niego rotundamente a suprimir una palabra o una coma”, y de nuevo: “Con o sin mi acuerdo, no debes suprimir ni una sola letra.” Esta apasionada y ejemplar defensa de la libertad expresiva dará lugar a esas irresistibles Conversaciones con el Profesor y que iluminan una poética basada en la elección del argot, de ciertos desplantes sintácticos salvajes o del uso portentoso de los puntos suspensivos.
En esta auténtica neurosis lingüística, en este suntuoso frenesí (confiado al concepto preferido de la “música breve”), es donde culmina la maestría de Céline. El resultado de tanto esfuerzo será
un francés único: alterado, tergiversado, deformado, fruto de una crueldad meticulosa, de una sabiduría feroz, de un perfeccionismo extenuante. En efecto, la belleza martirizante de sus obras maestras radica en la fuerza con la que el estilo se muestra capaz de modular el horror: “Todo mi trabajo ha consistido en tratar de hacer la prosa francesa más sensible y tensa, precisa, arrebatadora y perversa, inyectándole una lengua hablada, su ritmo, su tipo de poesía y, a pesar de todo, de ternura, de entrega emocional.” O bien: “Sigo la emoción con las palabras, no le doy tiempo a revestirse de frases… Las capto desnudas y crudas, o, mejor dicho, en su poeticidad. Porque, a pesar de todo, el fondo del hombre es la poesía –el razonamiento se aprende, como se aprende a hablar– el bebé canta–el caballo galopa–el trote es la escuela.”
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Al menos sobre novela francesa del siglo XX no puede haber dudas. Como escribió de manera concluyente el antropólogo, etnólogo y teórico del estructuralismo Claude Lévi-Strauss: “Proust y Céline: aquí está mi inagotable felicidad de lector.” Prueba de ello es que, a pesar del amor de Lévi-Strauss por la Recherche du temps perdu, destaca una de sus críticas a Voyage au bout de la nuit publicada en la revista L’Étudiant socialiste en 1933. En cualquier caso, una primera yuxtaposición entre ambos autores había sido realizada ya en 1932 por Léon Daudet, que intentó en vano que Céline recibiera el Premio Goncourt que, en cambio, sí consiguió para Proust. El autor de Voyage era consciente de ello, como declaró a Madeleine Chapsal: “Daudet había oído algo –como una pequeña música– del mismo modo que lo escuchó en Proust.”
La doble perspectiva
Ciertamente, los dos novelistas pueden considerarse –y con razón– los fundadores de la “autoficción” moderna, un género a medio camino entre la autobiografía y la ficción (como un relato concebido desde la invención o la fantasía). De hecho, el héroe de Proust se parece a su autor, al menos tanto como el héroe de Céline se parece al propio Céline. Según [Pierre-Edmond] Robert, esta técnica narrativa, perfeccionada en la Recherche y retomada en Morte a credito, “impone al héroe-narrador un papel de voyeur o de espía”. En 1958, Céline se lo confesó abiertamente a Jacques Chancel: “Ser un voyeur […], ser un buen observador clínico, eso mismo que era Proust.” Como prueba de ello, basta con recordar las diversas escenas de voyeurismo, siempre de carácter sexual, en ambas obras. No por nada, Marie Christine Bellosta se refirió a ambas novelas haciendo mención de esos cuerpos de mujeres que, espiados en la iglesia (la duquesa de Guermantes y Nora, respectivamente), aparecen como fragmentados “por la mirada del deseo”.
Sin embargo, dicho esto, es difícil imaginar obras más antitéticas de autores tan irreconciliables. Así lo confirmó el propio Céline en una entrevista radiofónica con Louis-Albert Zbinden en 1957: “Proust se ocupó de la gente del mundo, y yo me ocupé de la gente que estuvo bajo mis ojos y bajo mi observación.” Examinando cómo Henri Godard había definido a Céline el “anti-Proust” por antonomasia, Alessandro Piperno observó: “Si Proust enmaraña la sintaxis, agotándola hasta casi la saturación, Céline la rompe en mil pedazos; si Proust trabaja los matices, los pliegues de la interioridad, la falta de fiabilidad de los sentidos, Céline elige la estridencia, el sarcasmo, la espuma en la boca como instrumentos de conocimiento; si el narrador de la Recherche es un neurótico, clasista y sedentario vástago de la burguesía parisina, el héroe del Voyage es un miserable, un vagabundo a voluntad de la Historia; si el entorno proustiano está conformado por millonarios, estetas ociosos y cocottes de sexualidad controvertida, la humanidad de Céline es indigente y delirante.”
Pero Bellosta ya había enumerado las diferencias entre los dos autores, empezando por el contraste entre reflexión y emoción, y continuando con las equivalencias entre complejidad y sencillez, orden y fragmentación, tradición e innovación, burguesía y costumbrismo, masoquismo y agresividad, estatismo y dinamismo.
Añadiría dos observaciones: mientras que para Jerzy ?ywczak el fraseo tortuoso de Proust –que enlaza los elementos más distantes– está en las antípodas del de Céline, que busca asociaciones inmediatas, Pierluigi Pellini, en cambio, es aún más radical al contrastar a los dos novelistas. En su opinión, el conjunto de la Recherche representaría la búsqueda de una vida auténtica, alejada del despotismo de la época: “En Voyage, por el contrario, la imaginación no revela una dimensión superior o ulterior, sino que simplemente permite –con un materialismo riguroso– el reconocimiento de un destino de muerte. Y para Céline el arte nunca resulta redentor: la literatura permite conocer –y combatir ipso facto– el mal; para ello debe decirlo todo. Pero no ofrece ninguna alternativa al infierno de la condición humana”.
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Antes hablamos de combate, pero queda por aclarar una cuestión esencial relativa al inevitable desequilibrio en nuestro tratamiento, un desequilibrio debido a cuestiones evidentemente cronológicas. Es obvio que el autor de En búsqueda del tiempo perdido no pudo conocer el rencor que le reservaría Céline, dado que su ferocidad denigrante salió a la luz sólo diez años después de su muerte. Lo que no supone un problema menor. De hecho, a primera vista, tal asimetría podría sugerir la invalidación del enfrentamiento, ya que no fue un duelo real, sino un asalto póstumo. ¡Qué maravilloso sería imaginar la réplica de Proust a semejante virulencia!
Bueno, creo que la ausencia de dicha documentación no debe preocuparnos demasiado. En otras palabras, creo que es precisamente esa falta de reciprocidad la que da a la lucha un significado más enardecido, haciéndola violenta hasta la exasperación. Dicho de otro modo, creo que el odio de Céline hacia Proust es tal que asciende al menos al doble. Es un odio que, por sí solo, es suficiente para los dos, un odio a través del cual entendemos la obra del primero como la del segundo. Es un odio visceral y a la vez epistémico, no tanto emocional como cognitivo, capaz de guiarnos hacia la verdad de dos poéticas íntimas e inexorablemente antagónicas.
Después de todo, cómo podría haber sido de otra manera: hijo de pequeños comerciantes, católico, además de antisemita, solitario y homofóbico el primero; de clase alta, judío, mundano y homosexual el segundo. De esta forma, los Dioscuros de la novela francesa del siglo XX, los Castor y Pollux señalados por Lévi-Strauss, se encontraban juntos en los vértices y las antípodas de la escritura, en una proximidad que recuerda bastante a la de Caín y Abel.
Sin embargo, al menos en algunos aspectos, también es cierto lo contrario, es decir, que muchos rasgos unen a los dos autores. Así lo señaló Pascal Alain Ifri, argumentando, por ejemplo, que la visión proustiana de la sociedad en plena descomposición no tiene nada que envidiar a la visión célineana. En su inclinación hacia la perversidad, los protagonistas de la primera parecen ir incluso más allá que los héroes de la segunda, hasta el punto de que, según el estudioso, el distante y olímpico creador de la Recherche parece a menudo –paradójicamente– más desesperado y frío que el narrador celiniano.
Traducción de Roberto Bernal.