Marcel Proust: música y filosofía del tiempo
Luz Aurora Pimentel
Las experiencias, las nociones, el fino análisis del mundo, de ese mundo informe y oscuro de la subjetividad humana al que él dio forma e iluminó, esas experiencias son nuestras para siempre como si las hubiéramos pensado nosotros mismos, como si las hubiéramos vivido. Y es que, como él mismo dice:
La grandeza del arte verdadero […] estaba en volver a encontrar, en captar de nuevo, en hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la que nos apartamos cada vez más a medida que va tomando más espesor y más impermeabilidad el conocimiento convencional con que sustituimos esa realidad que es muy posible que muramos sin haberla conocido, y que es ni más ni menos que nuestra vida. La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero no la ven, porque no intentan esclarecerla. Y por eso su pasado está lleno de innumerables clichés que permanecen inútiles, porque la inteligencia no los ha ‘revelado’. … Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito y, muchos siglos después de haberse apagado su luz, llámese Rembrandt o Ver Meer, aún hoy nos envía su rayo especial.
Porque los mundos del artista que alumbran y pueblan nuestra subjetividad constituyen verdaderas realidades subjetivas; son “adquisiciones sentimentales que tienen una absoluta realidad en nuestro mundo;” son nuestro legado, lo que le da sentido a la vida.
“Acaso la nada sea la única verdad y nuestro sueño no exista, pero entonces esas frases musicales, esas nociones que existen en relación a la nada, tampoco existirían. Habremos de morir, pero tenemos como rehenes a esas divinas cautivas que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.”
El legado de Marcel Proust somos nosotros, sus lectores: “En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico –un par de anteojos– que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de éste.” Claro está, puntualiza Proust, que es posible que la graduación de los anteojos, es decir de la obra, no sea la graduación que le convenga al lector y entonces no verá nada. Según Maurice Rostand:
En busca del tiempo perdido es un abigarrado universo que se extiende y complica a lo largo de siete libros, lo cual la hace una de las ‘novelas’ más extensas, si no es que la más extensa, del repertorio narrativo occidental. La monumental obra narra, entre muchas otras cosas, la historia de la búsqueda y del descubrimiento de una vocación; aunque ya desde la primera palabra del título –recherche– se opera una bifurcación de sentido, pues el término francés significa, a un tiempo, búsqueda e investigación.
En tanto que búsqueda, la obra de Proust da cuenta de la gradual evolución del artista, desde su niñez hasta su encuentro con la vocación, encuentro figurado como una compleja recuperación del tiempo. El tiempo recobrado, para Proust, no es una metáfora, es una realidad palpable, incluso “paladeable”.
El artista es capaz de recuperar el tiempo gracias a que el mundo nos interpela por medio de una impresión, de una resonancia especial en los objetos a los que hay que aprender a descifrar, a leer, para poder recobrar ese tiempo perdido, dándole así a esta búsqueda espiritual, como diría Proust, “el basamento, la consistencia de una rica orquestación”.
La otra vertiente de la Recherche, en su sentido de investigación, constituye el relato más o menos continuo, más o menos discontinuo, del mundo que circunda al artista; una investigación social y psicológica en forma de relato y análisis que nos deslumbra con el oropel de los salones mundanos, que nos lleva por los tortuosos laberintos de los celos obsesivos. Paso a paso, libro tras libro, Proust explora todas las formas de interrelación social, dejando desnudo lo que él considera las leyes psicológicas y sociales que rigen la conducta humana, las motivaciones secretas de la acción de sus personajes, pero también los cambios graduales o violentos que destruyen y recomponen, como en un caleidoscopio, la intrincada red de relaciones sociales.
Así, a lo largo de toda la obra, la búsqueda y la exploración acusan un doble movimiento: centrífugo y centrípeto. Centrípeto, porque para recobrar el tiempo perdido hay que buscarlo dentro, en ese paraje informe de nuestra interioridad al que habría que darle una forma, “un equivalente espiritual.” En el movimiento centrífugo, sin dejar de estar en primera persona, la voz narrativa se arroga privilegios de narración omnisciente, en tercera persona, para hacer una investigación de la sociedad en el tiempo.
“La alegría de lo real recobrado”
Caracteriza, entonces, a esta monumental obra su arquitectura en el tiempo, una cuidadosa construcción narrativa marcada por la intermitencia, una poética de la intermitencia que a su vez se caracteriza por la constante alternancia entre una primera persona que incursiona en la interioridad del propio narrador y una tercera persona con la mirada crítica puesta en la sociedad de su tiempo. Emblemáticas de estas dos formas son Combray y Un amor de Swann en el primer libro, Por el camino de Swann.
Ahora bien, la alternancia entre narración en primera persona subjetiva y narración en tercera persona cuasi omnisciente constituye el nivel estructural, pero la poética de la intermitencia también se da en el nivel temático: temas, vivencias, momentos privilegiados, personajes y lugares regresan una y otra vez para ser mirados desde otros ángulos, para ser reinterpretados y resignificados. La intermitencia, un principio compositivo que hace de la trama una composición casi musical en la que los temas se enuncian, otros se interpolan, luego se desarrollan, todos ellos sujetos a innumerables reprises. Esta poética de la intermitencia se percibe claramente en las experiencias de éxtasis. Por una parte, todas tienen un factor tanto de repetición como de diferencia que permite abstraer la esencia de la realidad vivida y llegar así a la “alegría de lo real recobrado”. Pero para que esto ocurra, la repetición tiene que darse en los intervalos de la memoria y del olvido, de manera intermitente.
Marcel Proust es un verdadero filósofo y un psicólogo perspicaz, amén de ser un poeta y un excelente crítico literario y crítico de arte. Pero la filosofía de Proust no hace sistema, hace mundo. Estamos frente a una filosofía narrativamente encarnada, es decir, filosofía en el tiempo. Esto vale tanto para los sucesos como para los personajes y los objetos que pueblan el mundo narrado. Por dar un solo ejemplo de personajes que son filosofía encarnada, podríamos evocar a Legrandin como verdadero símbolo material del esnobismo. Legrandin está presente desde el principio y evoluciona en el tiempo de maneras contradictorias. En cada etapa de su evolución, Proust escribe verdaderos análisis filosóficos sobre las múltiples formas en las que esta pasión, el esnobismo, va deformando al personaje.
Otro ejemplo es la maravillosa descripción de una fuente del gran diseñador de los jardines de Versalles, Hubert Robert, quien, en la ficción, también resulta haber sido el diseñador de los jardines del palacio del príncipe de Guermantes. Esta fuente, o surtidor –un jet d’eau, en francés– está descrita con un grado tal de precisión que deviene símbolo. Por la sola forma de su descripción, en términos de oposiciones que dependen de la perspectiva, el surtidor acaba convirtiéndose en una poderosa metáfora de lo que Proust considera la identidad humana.
Como un arco gigantesco que se tiende entre el primer libro y el último, la profunda experiencia de la alegría de lo real recobrado; el enigma de la vida que se resuelve al final de la vida. Como bajo continuo y como paradigma, la experiencia de la magdalena recorre la totalidad de En busca del tiempo perdido hasta llegar a la revelación final, la revelación del sentido de la vida que para Proust está contenida en la obra de arte, en la creatividad misma.
Terminaremos con un breve análisis de aquella frase, bella y compleja, que resume el pensamiento más profundo de Proust. Hay impresiones, dice, que no resultan de un recuerdo, sino que ocultan verdades nuevas, imágenes preciosas que el narrador trata de descubrir con esfuerzos del mismo tipo que los que se hacen para recordar algo, “como si nuestras más bellas ideas fueran melodías que volvieran a nosotros sin haberlas oído nunca y nos esforzáramos por escucharlas, por transcribirlas.” En este apretadísimo tejido de ideas y asociaciones sugerentes descubrimos en inesperada equivalencia la música, la memoria y la creación. El origen profundo e ignorado de nuestra creatividad se propone como una melodía nunca oída que es necesario “transcribir”, no como copia del mundo exterior, sino como la “escucha” profunda de la palabra interior.
Parafraseando a T.S. Eliot, en las profundidades del alma hay música, música que nunca hemos escuchado pero que está ahí, y es eso lo que somos: música inescuchada.
Eso somos: esa melodía que tenemos que escuchar y transcribir. Para ello tenemos que encontrar un equivalente espiritual, porque “somos la música mientras la música dure.”