Ningún pueblo escapa a la pasión que se desarrolla durante un campeonato del mundo. El trofeo es codiciado por todos como si el privilegio de obtenerlo atribuyera a quien lo gana una señal de excelencia más allá de las rivalidades habituales y consagrase la superioridad del elegido sobre todos los otros. Se comprende, entonces, la gravedad del desafío cuando se observa que el equipo de Argentina fue sostenido y estimulado por los habitantes de este país como por los pobladores de las naciones vecinas, Uruguay, Brasil, Chile, e incluso por la totalidad de los países sudamericanos que reivindican el español como su lengua, así como por el conjunto de los Estados del continente americano.
¿El futbol podría, así, dar lugar a una nueva guerra de civilizaciones y asimismo a una verdadera guerra de religión? La cuestión puede ser planteada y no ha dejado de serlo por los comentadores estupefactos, que buscan comprender el sentido de un fenómeno deportivo que les escapa y adquiere una dimensión mundial de naturaleza tanto cultural como política o geopolítica. ¿Se trata del retorno de las guerras de la colonización, la revancha de los antiguos países colonizados? ¿Es eso lo que se juega en estos partidos de futbol transformados en símbolos superiores a los de un simple balón. Bajo el color de sus camisetas, los jugadores representan a naciones diferentes y, en ocasiones, hostiles. Los entusiastas partidarios parecen estar más comprometidos que los jugadores con estas reivindicaciones y enarbolan voluntariamente las banderas nacionales para indicar que sostienen una identidad nación tanto como un campeón o un excepcional virtuoso de este deporte.
A partir de las bases asentadas por Samuel Ramos en su clarividente ensayo sobre la identidad mexicana, El hombre y la cultura en México, Octavio Paz se pregunta qué es ser mexicano en su monumental libro El laberinto de la soledad. ¿Quién es ese descendiente de la unión del conquistador y la esclava, el violador y la violada? ¿Quién es esa persona que se autodenigra y se niega, entroniza al padre y humilla a la madre y festeja la muerte para vengarse de la vida? ¿Quién puede ser, para decirlo en palabras mexicanas, ese hijo de la chingada
? La lectura de El laberinto de la soledad, ensayo a la vez filosófico y poético, podría ayudarnos, si no a comprender, al menos a tomar en consideración el fenómeno que desarrolla la escalada de pasiones ligadas al deporte y, en particular, al futbol.
Los partidarios se identifican con sus ídolos. ¿Quién soy?
, se pregunta el poeta surrealista André Breton al comienzo de su libro Nadja. A la misma cuestión, un fanático partidario argentino del equipo nacional habría podido responder, sea Messi, sea Maradona, identificándose de inmediato con uno de sus ídolos. Se trata, sin duda, de identificación e idolatría a la vez. Los argentinos reconocen que el maradonismo
se ha vuelto una extraña religión nacional. Leo Messi mismo, mejor jugador actual del mundo, espera llegar al nivel surreal y casi místico alcanzado por Maradona, jugador excepcional capaz, ¡incluso!, de ser auxiliado por la mano de Dios. Pasamos las fronteras de la realidad, nos salimos de lo real, cuando la pasión nos conduce a las puertas de lo divino. ¿Quién habría podido prever a qué gloria celeste el amor por un balón puede arrastrar los pueblos?