Una de las varias virtudes de Tár es una descripción muy verosímil del enrarecido mundo de las orquestas de primer nivel; si bien esta credibilidad puede ser minada por un par de detalles no del todo convincentes (y fácilmente detectables para los melómanos), la atmósfera en la que se mueve la protagonista está sólidamente caracterizada, y profusamente poblada de músicos ejecutantes, directores, mentores, alumnos, críticos, asistentes, ingenieros de grabación y demás miembros de esa singular fauna que habita en la despiadada jungla que es el mundo de la música clásica. Y, ciertamente, Lydia Tár es una de sus depredadoras más feroces. A lo largo del filme se mencionan numerosos nombres, hechos y circunstancias reales, entre los que destaca uno que en buena medida define la personalidad de la conflictiva directora: así como Leonard Bernstein (personaje real, ficticio mentor de Tár) dedicó los últimos años de su carrera a canalizar a Mahler, Tár se dedica (con éxito discutible) a canalizar a Bernstein. Los trazos convergentes en los perfiles de estos tres personajes dan vida a una parte sustancial de los conflictos abordados por Todd Field en su película; de ahí a que Lydia Tár pueda ser comparada con Gustav Mahler, idea que el realizador parece promover, hay un trecho muy largo. Baste decir, por ejemplo, que la directora (y también compositora) se toma libertades bastante heterodoxas con la partitura de la Quinta de Mahler.
La columna vertebral narrativa del filme de Field, formada por diversas peripecias en la vida y la carrera de la flamígera directora de orquesta, está creíblemente rodeada por muchos de los rituales cotidianos del mundo de la música clásica: programación, ensayos, audiciones, asuntos administrativos, relación con los medios de comunicación, etcétera. Lúcida como es, Lydia Tár hace algunas afirmaciones contundentes a lo largo de la película, entre ellas que una orquesta no es una democracia, lo cual procede a demostrar con una actitud de déspota infalible que hoy día podemos encontrar a diario, por doquier, y no sólo en el ámbito de la música.
Si bien es cierto que Tár es una muy buena película, el hecho es que además de haber despertado intensas pasiones encontradas ha dado lugar a panegíricos desmesurados, como el que publicó Anthony Oliver Scott en el New York Times y cuyas últimas palabras son: No nos importa Lydia Tár porque es una artista; nos importa porque ella es el arte
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No, no es para tanto, ni mucho menos. Lydia Tár es una artista cabalmente humana, de gran talento y carácter explosivo, pero ni de lejos es la personificación del arte. La materia de la que está hecha Lydia Tár es una combinación tóxica de sus pulsiones eróticas, su adicción al poder, su ego del tamaño de una sinfonía de Mahler, su lengua viperina, su sarcasmo lacerante, su sistema ético maleable y su imprudencia; este potente coctel la conduce primero a una espiral descendente y luego a un despeñadero desde el que se precipita su vida personal y profesional. En este sentido, quizá sea posible decir que Tár es, también, una fábula coronada por la indispensable moraleja que, en aras de evitar rigurosamente los spoilers, puede resumirse como un enorme tazón de sopa de su propio chocolate… chocolate muy amargo, por cierto. Tár es una película muy potente que hay que ver; se estrena en febrero.