Andrés, Germán y ‘El Ceniciento’
Rafael Aviña
Además de su equipo habitual de colaboradores: Marcelo Chávez, Juan García el Peralvillo, Famie Kauffman Vitola, René Ruiz Tun Tun, José Ortega el Sapo, Joaquín García Borolas o Wolf Ruvinskis, Germán Valdés alternó de igual forma con otros extraordinarios actores secundarios o de apoyo de notable vena cómica, como Fernando Soto Mantequilla, Pedro de Aguillón, Óscar Pulido y Óscar Ortiz de Pinedo, que catapultaron aún más su gracia, pero ninguno con una personalidad tan atrayente, capaz de competir al tú por tú con Tin Tan y de crear con él geniales situaciones de humor, como Andrés Soler. Así lo demuestra la primera película en la que el realizador Gilberto Martínez Solares los reunía: El ceniciento (1952), versión paródica a la mexicana en tiempos alemanistas del relato de Charles Perrault. Lo mismo sucedería en algunos encuentros posteriores de ambos como El vizconde de Montecristo, Lo que le pasó a Sansón o Las aventuras de Pito Pérez.
Martínez Solares y su coguionista el Peralvillo tenían muy presente el recuerdo del dúo integrado por Fernando Soler y Pedro Infante en La oveja negra (Ismael Rodríguez, 1949) y el genial sostén histriónico del otro hermano Soler: Andrés, cuya inclinación por la comedia era igual de extraordinaria como para el drama. En efecto, los filmes de Andrés Soler suscritos en los más variados géneros y temáticas y en las situaciones más hilarantes o melodramáticas incluso, destacan justo por su facilidad para robarse escenas y, a su vez, por resaltar aún más la presencia del protagonista, llámese Germán Valdés, Pedro Infante, su hermano Fernando, María Félix, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz, Cantinflas o Chachita.
Dos centenas y un protagónico
Nacido en Saltillo, Coahuila, hacia 1898, al igual que sus hermanos Andrés Soler pasó por las parodias teatrales y las excentricidades musicales antes de llegar al cine en 1935, donde debutaría en la película Celos, de Arcady Boytler, un insólito drama que anticipaba ya la paranoia del personaje protagonista de Él (1951), la inquietante cinta de Luis Buñuel, y que marcaría también el debut del yucateco locutor de radio Arturo García, que cambiaría su nombre por el de Arturo de Córdova. Curiosamente, en su segunda película Andrés sería lanzado en plan estelar en Suprema ley (1936), de Rafael E. Portas, al lado de Gloria Morel; su único protagónico en un total de casi doscientas películas.
Con su vulnerable figura, su cuerpo enclenque, su alegría y, sobre todo, su dureza matizada por los enormes surcos de arrugas que tapizaban su piel, entrada la década de los cincuenta Andrés Soler se había trastocado en el gran actor de apoyo del cine mexicano, como lo confirma una larga lista de títulos, entre otros Sobre las olas, Azahares para tu boda, Amar fue su pecado, Doña Clarines y Sensualidad. A su vez, la muy divertida Nosotras las taquígrafas, con bellezas como Lilia del Valle, Alma Rosa Aguirre o Gloria Mange, el sombrío y excesivo drama arrabalero Los hijos de la calle,
en la que interpretaba a un hombre consumido por las drogas, o Serenata en Acapulco.
A Germán Valdés le preocupaba no encontrarse a la altura de Andrés, quien conseguiría una de sus interpretaciones más celebradas y antológicas como el Mi hado padrino del cómico en su papel de indígena chamula Valentín Gaytán, que llegaba de una ranchería de Chiapas a Ciudad de México para ser ninguneado y reprimido por sus parientes. Germán alcanzaba con ese personaje tal vez el punto más álgido de toda su carrera, superando o igualando lo obtenido con obras maestras como El rey del barrio, El revoltoso y Simbad el mareado, dirigidas por Gilberto Martínez Solares. Con El Ceniciento, Tin Tan no sólo asumía el protagonismo total en un divertidísimo relato que encabalga ternura, humor y drama de manera natural, y planteaba además con todos sus momentos de brillante humor, una visión absoluta del México alemanista de ese instante.
La trama de El Ceniciento fluye y se sumerge, quizá sin proponérselo, en el retrato de la urbe sensual, nocturna y festiva de ese período. La imagen de los grandes almacenes departamentales en boga, el cabaret, los ritmos tropicales y las exóticas representadas en el espectacular cuerpo de la notable bailarina Armida Herrera, como centro de atracción en la pista del cabaret La Bruja, donde sorprende al público contoneándose al ritmo del explosivo “Mamboleco”, interpretado por la orquesta de Ramón Márquez, autor de la pieza junto con Leoncio Diez. Herrera era en realidad bailarina clásica y fue esposa por un breve período de Wolf Ruvinskis. Se trata de una escena insertada en uno de los momentos más hilarantes del filme, donde Germán va venciendo de a poco su timidez gracias a las “limonadas preparadas con limones de Parras, Coahuila”, que le obliga a beber su padrino Andrés: “Ya pasa, todo pasa, como la ciruela pasa”, dice y termina bañando a las hermosas cabareteras y ficheras Chelo Pastor y Elena Julián (“Las hermanas Dávalos, de las mejores familias de la Colonia Juan Polainas”), al atragantarse con la bebida cuando observa cómo la “bailarina clásica” cambia de ritmo y se va despojando de su ropa.
Simultáneamente se representan los universos de delincuencia, criminalidad y casas de juego clandestinas; la visión de la servidumbre y los patrones “que bien frotan”, así como la creciente migración del campo a la ciudad y el consecuente hacinamiento, creación de colonias populares construidas con irregularidad y, sobre todo, la vejación y explotación de las masas empobrecidas e ignorantes de indígenas provenientes de todo el país, cuyo máximo sueño es cooperar “para las torres de la iglesia” del pueblo.
Una mancuerna irrepetible
Por supuesto, Andrés y Germán conectaron desde un inicio: sus personajes eran capaces de arrancar carcajadas a todo el staff, y de crear también escenas emotivas sin dejar de ser cómicas, como aquella en la que el borrachín Andrés, hermano incómodo de Sirenia (Carmen Eva Nelken Mansberger, es decir, la fabulosa actriz exiliada española Magda Donato), casada con el gordo Marcelo, descubre que su ahijado Valentín es en realidad hijo de Andrés: “Qué liviana era tu madre mi hijo” “¿Qué pasó, padrino? “ Para correr, hijo…” Un moderno Ceniciento “indio pata rajada”, al que en un principio consienten creyéndolo dueño de terrenos con petróleo, debido a una treta ideada por su padrino, cuando inventa al personaje de un notario (“Licenciado de la Cadena y Bárcena”). Por supuesto, más tarde el pobre Valentín es sobreexplotado al descubrirse el engaño.
En El Ceniciento abundan escenas imborrables como aquella donde Tin Tan, enfundado en distintos disfraces, interpreta el tema de Francisco Gabilondo Soler “El cazador” junto a los Hermanos Zavala, para después sufrir una broma cruel; o aquella de Andrés Soler mostrándole los trucos del conquián –“¿conquién?”, dice Tin Tan, y sobre todo las escenas climáticas del filme donde Andrés, vestido de etiqueta, se aparece en el hotelucho donde Valentín seca sus trapos de “huehuenche”, llora su desgracia y la muerte de su padrino en un accidente aéreo. “Llegué tarde. No me tocaba.” “Ay, Padrino, está usted muy frío”, al tiempo que Andrés canta: “Dicen que los que mueren nunca vuelven…”; “Ya váyase padrino, usted ya colgó los tenis”, le dice. Y luego, al ser interrogado sobre su bastón, Andrés comenta: “Qué varita de virtud, ni qué nada, es un bastón de Apizaco”… y le muestra un smoking a su ahijado para que pueda asistir a la fiesta de la dama joven de la película, Magdalenita (Alicia Caro, quien contraería matrimonio poco después con Jorge Martínez de Hoyos).
El puritito chamuco
Por encima de las eficaces ocurrencias del argumento, de sus momentos románticos y las espléndidas interpretaciones musicales a cargo del cómico como “Palabras calladas”, “Por ti” –ambas de Juan Bruno Tarraza–, o “Pobre Ceniciento”, de Francisco Gabilondo Soler, o las escenas de tensión con los hijos mayores de Marcelo y Sirenia, interpretados por Tito Novaro y Pedro de Aguillón, destacan las múltiples secuencias que compartieron Andrés Soler y Germán al igual que sus divertidos diálogos. Tal como lo hacía el actor Ray Milland en Días sin huella (Billy Wilder, 1945), Andrés oculta una botella de alcohol en una lámpara y le da a su ahijado a beber “loción de Marcelo con alcohol alcanforado y un poco de gasolina rebajada con éter”; por ello, cuando Soler escupe en el suelo brota lumbre: “¡Ay padrino… es usted el puritito chamuco!”, clama Valentín. En otra, momentos antes de partir para Acapulco con sus cómplices, tahúres y estafadores, Andrés se va a despedir de su hijo Valentín, quien desconoce que se trata de su padre. Es entonces que una de las lágrimas de Andrés cae en los labios de Valentín y éste dice: “Es chínguere, padrino”, “No mi hijo, es una furtiva lágrima”.
El Ceniciento se filmaría junto con su continuación, Chucho el remendado, dirigida por el propio Gilberto Martínez Solares, ya sin la presencia de Soler y en la que repetirían Alicia Caro, Marcelo Chávez y Magda Donato, acompañados de Perla Aguiar, Queta Lavat, Eduardo Alcaraz, el propio Peralvillo y otros más, con algunas escenas
fabulosas como aquella en la que Germán, disfrazado de sacerdote, pone a rezar de rodillas a un grupo de mujeres que viene de ver una película prohibida: “¿Mexicana?” “No, francesa padre.” “Bueno, menos mal, así no las entienden.” O la escena del cabaret con la atractiva Yolanda Montes Tongolele, en la que aparecen Juan Bruno Tarraza, Enrique Tappan Tabaquito y Víctor Manuel el Güero Castro –futuro realizador, escritor y actor del cine de ficheras– entre los bailarines l