Cinexcusas
Luis Tovar
Manuela Martelli tenía menos de veinte años de edad cuando formó parte del elenco de Machuca (2004), filme chileno que narra las disparidades sociales y el clima político, tenso en extremo, que se vivía en el país de Pablo Neruda a principios de los años setenta. Para ser más preciso, la película se ubica cronológicamente en el aciago 1973, antes y después del golpe militar que acabó a sangre y fuego con el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende.
Entre aquel 2004 y el presente, Manuela Martelli intervino en una veintena de filmes, entre cortos y largometrajes, mientras se preparaba como directora cinematográfica. Como tal, debutó hace menos de una década con el cortometraje Apnea (2014), pero un año antes comenzó a desarrollar el proyecto de un largometraje que, desde muchas perspectivas, puede ser visto como una prolongación de Machuca; no en cuanto a la anécdota ni a los personajes, sino respecto a las preocupaciones y los intereses creativos de la actriz y realizadora: con el título provisional de Coraje, a Martelli le tomó casi una década concluirlo, cosa que sucedió el año pasado, ya con el título definitivo de 1976.
La falsa polarización
Con guión suyo y de Alejandra Moffat, producida entre otros por Andrés Wood –director y guionista de Machuca– y protagonizada por la actriz y directora teatral Aline Kuppenheim, reconocida como una de las mejores actrices chilenas de todos los tiempos, 1976 se ambienta, como lo indica el título, a tres años de instalada la cruenta dictadura militar que, con la venia estadunidense, puso al genocida Augusto Pinochet al frente del gobierno en Chile; es decir, la época en que la guerra sucia, la represión, las desapariciones, la tortura y todo tipo de crímenes de Estado eran perpetrados de manera sistemática por una milicia cuya principal preocupación consistía en aplastar hasta el más pequeño foco de disidencia.
A la manera de Machuca, la perspectiva narrativa de 1976 proviene de un sector social que se supondría refractario, ajeno o de plano contrario a cualquier protesta en contra del régimen instalado a punta de bayoneta: una clase media ilustrada, económicamente plácida y políticamente apática, para la cual todo está bien siempre y cuando su modo de vida permanezca inalterado. Interpretada por Kuppenheim, Carmen es una paramédica madura, ya retirada, que de manera involuntaria se involucra con la resistencia que, desde la clandestinidad, opera en contra del gobierno. Lo de Carmen no es el trabajo político en sí, ni el activismo, sino algo más sencillo pero más de fondo: la solidaridad humana, que sin teorizaciones de ninguna especie la llevan a ponerse, para decirlo con una frase acuñada desde aquellos ayeres, del lado correcto de la historia; en este caso, el opuesto al que ocupa su propia familia, a quienes el despertar de la conciencia de Carmen les pasa inadvertido, aunque no así a los matarifes de los servicios secretos del régimen, quienes no demasiado tarde y, a consecuencia de la impericia de Carmen, la descubren en sus pequeñas tareas de clandestinaje.
“El chileno es flojo por naturaleza, lo que quiere es que le den sin esforzarse; por eso necesita ser tratado con mano dura”: palabras más o menos, en algún momento de la trama y en boca de otra mujer se resume así la justificación clasirrascista que las clases altas chilenas –por lo demás, idénticas a las de cualquier otro país de América Latina– se daban a sí mismas para hacerse de la vista gorda frente a los horrores cotidianos de la brutal represión pinochetista. El asco que Carmen siente al escuchar esas palabras y la resolución que muestra para poner en riesgo incluso su propia integridad, simbolizan con precisión las posturas, aparentemente irreconciliables, que ponían abismos entre los distintos sectores sociales.
Nada de lo cual, como es evidente y por desgracia, ha perdido vigencia: casi siempre que se habla de polarización, en realidad lo que piensa quien la “deplora” es que los otros están mal porque no piensan como uno.