Ángela vive sumergida en las piedras de este fabuloso país desmemoriado; vive en su vetusta casa de Coyoacán, su segunda piel, donde vive rodeada de árboles, fresnos centenarios que la acompañan y la cobijan bajo su sombra; estos fresnos son sus compañeros y confidentes.
Su vida es solitaria, exiliada, comprometida con su destino de artista que cumple cabalmente en este mundo banal. Ella aprendió a escuchar el sonido de las piedras que le hablaron a través del trabajo de los canteros de Huixquilucan; el ruido del martillo y del cincel contra la piedra le llegó de una casa que estaba construyendo el arquitecto Manuel Parra (mi padre), y este sonido la hechizó, la enamoró, ya que le descubrió el mundo mineral. Al esculpir, Ángela saca el alma de las piedras convirtiéndolas en obras de arte.
Tiene una inmensa trayectoria, es una heroína de la materia y los elementos –agua, tierra, fuego y aire– con los que ha creado un lenguaje para dialogar con la libertad, el universo y todas las pasiones humanas que no le son ajenas. Hemos sido testigos de su alegría, de sus canciones y de su amor apasionado por la vida. El mundo prehispánico se encuentra presente en muchas de sus obras y hace traducciones poéticas a la manera de don Miguel León-Portilla de ese mundo mitológico, subterráneo, que siempre nos observa, nos vigila y nos acecha.
Su voluntad creativa la ha llevado a realizar obras monumentales en varios espacios públicos; sus mariposas de piedra vuelan a su derredor, también las de acero revolotean sobre el río Papaloapan. Donó un proyecto a la Sociedad de Mariposa Monarca en la sierra Chincue (aunque no se llevó a cabo). Sus puertas nos abren y cierran mundos, construidas en diferentes materiales, y nos toma de la mano como el Dante para conducirnos al infierno, al purgatorio o al paraíso.
Sus nubes de mármol invaden el Museo de Arte Moderno. Los temas de su trabajo son como su vida misma: múltiples, y nos llevan a una lectura de su biografía, de su laberinto personal. El siglo XX fue su gran recipiente.
Sola en su soledad a solas, llena de un espíritu que la trasciende, ajena a todas las mafias y las corrientes, nos ha dejado su vida en sus obras, en esta ciudad que todo devora, como la diosa de la tierra Coatlicue, ese animal insaciable.
La Medalla de Bellas Artes fue un honor merecido; honor sería también estar presente con su trabajo en la conciencia de los jóvenes en este mundo masificado y globalizado, que ha tratado de borrar la historia del arte de este país lleno de tesoros. México ha abierto las compuertas a la globalización, a las corrientes internacionales de la moda y el espectáculo.
Ojalá los jóvenes conocieran el gran rigor de su obra. El nombre de Ángela Gurría debería estar a la par de las grandes escultoras en el mundo internacional, como Barbara Hepworth, Louise Nevelson o Louise Bourgeois.
Unamos nuestras voces a su grito de libertad por el arte y la belleza.
Viva Ángela Gurría.
Para mi amiga, desde Sicilia, centro de la cultura mediterránea