Edición y poesía: contra la dictadura de lo numeroso
José María Espinasa
Hace unos treinta años los proyectos editoriales independientes decidieron hacer una apuesta peculiar: no ser efímeros. Con muy distintos proyectos, capacidades y presupuestos El Tucán de Virginia, Verdehalago, Colibrí, Trilce, Ediciones Sin Nombre, Aldus, El Milagro y La Otra, vivieron a principios del siglo XXI un buen momento, pero muy pocos, a pesar de su calidad, aunque algunos siguen vivos y activos, consiguieron escapar a esa condición de fragilidad. El gran problema: la actitud de distribuidores y librerías. En ese camino algunos nuevos sellos como Almadía, Vaso Roto y Sexto Piso consiguieron, ellos sí, dejar ese espacio semioculto de los editores independientes.
Sin embargo, no dejaron de existir otros proyectos que revindicaban una actitud no sólo de resistencia, sino que incluso afirmaban como propias sus características marginales y secretas, efímeras y subterráneas. Ahora hay una nueva cosecha de estas propuestas ligadas a una actitud admirable: difundir notables autores que están lejos de ese universo de los dos o tres mil ejemplares. Para ello han aprovechado las nuevas tecnologías incorporando también aspectos artesanales y de diseño muy elaborado. Son muchas y notables y a veces muy logradas (entre las recientes pienso en Bonobos o en La Diéresis); en esta nota quiero dejar constancia de algo en la misma dirección, pero distinto en algunos pequeños pero importantes detalles.
El poeta Julio Eutiquio Sarabia, durante mucho tiempo editor de la revista Crítica de la Universidad de Puebla, me envía dos libros suyos recientes, de los que me ocuparé en otro momento, pero que me llevan a estas reflexiones. Uno de ellos está editado por Monte Carmelo, el heroico y maravilloso sello que, desde Comalcalco, Tabasco, sigue entregando de vez en cuando títulos notables. Allí han publicado poetas ya reconocidos como Juan Gelman, Hugo Mujica, Francisco Hernández, David Huerta, Marco Antonio Campos, Jorge Esquinca, María Baranda y Eduardo Milán, además de los libros de su director y fundador, Francisco Magaña. Libros de gran belleza y un exigente catálogo que manejo de memoria pues creo que no tiene página web (o no la encuentro). Su regreso de la pandemia llama la atención: tres libros excepcionales: Salmos, de Francisco Segovia, La isla, de Silvia Eugenia Castilleros, y Julio Eutiquio Sarabia con Don de la oblicuidad. Monte Carmelo, pues, regresa a escena con un reparto notable. Están celebrando con ellos veinticinco años de existencia.
El otro libro que me envía Julio Eutiquio esta publicado por Manosanta, editorial de Guadalajara, animada por Jorge Esquinca, Emmanuel Carballo y Luis Fernando Ortega, tres editores de probada eficacia y gusto, que llevan casi cuarenta años en el asunto, y el primero un notable poeta. El libro se llama Como una piedra roja en la ventana. Todos los mencionados, editores y autores, pertenecen a una misma generación, nacidos entre 1955 y 1965. He de confesar que de Manosanta no tenía noticia, aunque tiene ya casi diez años de existencia y, como sí tiene página web para paliar mi ignorancia, me sorprende su labor. Su propuesta: tirajes de cien ejemplares en papel y los pdf a disposición en la red. Dicen que el riego por goteo ha vuelto zonas desérticas un paraíso. Ojalá que algo así pasara en poesía y que los lectores buscaran estos libros –son difíciles de encontrar en librería, tal vez sólo en Profética, en la ciudad de Puebla, la mejor librería del país, si va la Angelópolis no deje de visitarla– y terminaran volviéndose títulos conocidos.
Otro poeta de esa generación, Alfonso D’Aquino, también anima un proyecto similar –bajo tiraje y disponibilidad digital– llamado Odradek, que ha publicado entre otros títulos Mi osadía, mi osamenta, de Víctor Hugo Piña Williams, también contemporáneo suyo. ¿Es ya una tendencia? ¿Los poetas de los setenta deciden editar, como querría Michaux, en tirajes adecuados a la lectura de poesía en nuestro tiempo?
La dificultad de encontrar los ejemplares en papel en las librerías parece resuelta con la disponibilidad digital y a quienes les interese tenerlos en físico tendrán que ir en su búsqueda y convertirse en coleccionistas. Hace unos años, cuando apareció 359 Delicados (con filtro): antología de la poesía actual en México, los poetas-antólogos Carlos López Beltrán y Pedro Serrano hicieron ver la dificultad de leer la poesía mexicana actual; sus libros no están en librerías y tampoco en bibliotecas, sino dispersos en la nueva oralidad que son las redes digitales y las ediciones de bajo tiraje. El fenómeno se traduce en otro síntoma: al poco tiempo de su aparición la edición en papel se agota para la venta y se vuelve muy cara por su escasez. La buena poesía se vuelve un asunto secreto.
Habría que pensar en una publicación digital que hiciera circular esa información para que ese secreto, siendo secreto, sea compartido por un grupo, no necesariamente una secta. Hubo épocas –hace más o menos un siglo– en que una edición pequeña podía sin embargo volver al poeta conocido en distintas latitudes. Hoy se supone que eso lo resuelve la red y no es así. Que poetas reconocidos y premiados no sólo publiquen en ediciones de (muy) baja circulación, sino que además impulsen proyectos editoriales que suponemos les dan una gran satisfacción, pues desde luego dividendos económicos no, es una –otra– señal del sentido que tiene la poesía como resistencia a ese dominio de lo numeroso que acaba por tener un costo más allá de lo cultural.