Fernando Pessoa (1888-1935), el interminable poeta portugués que son muchos a la vez

Fernando Pessoa: Una multitud es uno y es nadie

Marco Antonio Campos

 

Uno no lo imagina, pero un día, de casualidad, cuando aún es muy joven, llegan a su mesa libros que serán definitivos en su formación y en su vida. Hacia 1969 empecé leer la poesía múltiple de personajes múltiples de Fernando Pessoa en las traducciones de Octavio Paz, publicada por la UNAM, y la de Rodolfo Alonso, en editorial Fabril. Un joven lector es mucho más influenciable, literaria y humanamente, en lo que encuentra en libros que en cierto punto tienen facetas que parecen hechas para él o aun por él. La impresión fue profunda y los heterónimos de Pessoa me hicieron sentir que el hombre era humo, sombra, nada. De los heterónimos, ante todo fueron especialmente cercanos en aquellos lejanos meses el futurista Álvaro de Campos, y en segundo término el neoclásico Ricardo Reis. Desde entonces el poema que más me emocionó –diría aun me conmocionó–, con su tristeza cargada de derrota, fue “Tabaquería”, que en Campos era lo contrario a poemas de alucinante vértigo verbal como “Salutación a Walt Whitman”, la “Oda triunfal” o la “Oda marcial”.

Me doy por creer que ninguna obra de poeta de aquella breve tierra contenga como la de Pessoa la melancolía portuguesa. Nadie pertenece en Portugal al imaginario colectivo como él. Cuando estuve en Lisboa en febrero de 2014 me encontraba su figura o su sombra en numerosos momentos: en las habitaciones de una de sus casas, en su tumba en el Monasterio de los Jerónimos, en la escultura de una terraza del café la Brasileira, a las orillas del Tajo donde quería ser ya el océano, al atravesar la Plaza del Comercio para ir al Café Martinho da Arcada, en calles y callejones del Barrio Bajo y del Barrio Alto, en la silueta vaga de algunos clientes de cafés, en algún hético y casi invisible pasajero en un escueto tranvía…

Si uno ve fotografías de familia, Pessoa tiene en el rostro algo del padre, algo de la madre, algo de la abuela materna, y si ve uno las diez o doce fotografías de infancia y adolescencia, es imposible no percibir una mirada de tristeza irremisible que lo acompañará siempre, una mirada que es el epítome de la monótona y oscura vida que vivió, pero en la cual se inventó imaginativamente en decenas de personajes.

Por lo que he leído acerca del individuo, “Tabaquería” es el poema donde el hombre, más que el poeta, está mejor resumido. No tanto el poeta, porque como se ha dicho, puede ser decenas. Los poetas más visibles son, además del simbolista Fernando Pessoa, el bucólico Alberto Caeiro, el futurista Álvaro de Campos y el desesperanzado neoclásico Ricardo Reis. ¿Cómo escribe cada uno? En una carta que dirige Pessoa a Casais Monteiro explica: “Caeiro por pura e inesperada inspiración, sin saber o siquiera calcular que va a escribir; Ricardo Reis, luego de una abstracta deliberación, algo que se concretiza súbitamente en una oda; Campos, cuando siento un impulso repentino de escribir e ignoro lo que es.*” Hay otros heterónimos, semiheterónimos, sombras de sombras que pueblan la vida y la obra de Fernando Pessoa. “Parece casi pleonástico decir que en el inmenso y misterioso Libro que Pessoa nos ha dejado, el centro más oculto, y cierto el más imperioso, es la heteronimia”, escribe Tabucchi al principio de su libro de ensayos Un baúl lleno de gente. Desde los doce años, ya se ve en una hoja manuscrita el nombre de su primer heterónimo, Alexander Search, y a la larga, seguirán apareciendo uno a uno en el teatro a decenas.

“Tabaquería” es el poema del fracaso, y aún más, de la aceptación resignada de ese fracaso. A lo escrito por Rimbaud: “No ser un vencido”, Pessoa habría dicho: “Ser un vencido”. Otros nacieron para conquistar el poder, hacer dinero, ser hábiles y dichosos en el amor, tener en lo más alto la amistad; en cambio yo, diría Álvaro de Campos (Fernando Pessoa), sólo puedo soñarlo. El hombre que habita los versos de “Tabaquería” se conforma y se consuela porque no puede ser otro. Es un hombre que se sabe nada, y más, que no será nunca nada, que sólo halló personas iguales a las otras, que de grandeza sólo tuvo ilusiones y sueños, que se negó a sí mismo como genio, que se vistió con un disfraz equivocado y que de haber elegido como esposa a la hija de su lavandera habría hallado tal vez la felicidad… Si su heterónimo Bernardo Soares escribió en prosa El libro del desasosiego, en “Tabaquería” su heterónimo Álvaro de Campos escribió el poema del desasosiego.

Como Giacomo Leopardi o César Vallejo, Pessoa, con la máscara de Álvaro de Campos en este poema o en muchos de los poemas de sus heterónimos, supo o intuyó que la trabajada desdicha nos da la raíz de nuestra condición humana: el reino de este mundo es el de la soledad, la incomunicación, la incomprensión, los desencuentros. En el fantasmal y espejeante teatro que denominamos mundo, los personajes llevamos máscaras y creemos actuar y esperamos ser vistos y aplaudidos ante una puesta en escena que no sabemos de qué se trata. Dios o el azar hicieron que nos equivocáramos en todo: de cuerpo, de lugar, de oficio, de mujer, de vida, de religión. Es otro el que nos vive, del que sabemos que existe, de quien entrevemos su forma, pero a quien no nos será posible conocerlo. Y así tenía que ser, y aunque queramos arrancarnos la máscara ya está pegada a la cara, ¿y cuál era esa máscara? ¿Y cuál era el disfraz?

La gran sombra de dos poetas del siglo XIX cubre el siglo XX: Charles Baudelaire y Walt Whitman. Mejores plumas harán el debido estudio de la influencia avasalladora –ya en la tentativa de totalidad, ya por el espíritu, ya por el desbordamiento de los versos– en varios poetas fundamentales del siglo XX del orbe occidental como Sandburg y Pound, Pessoa y Lorca, Mayakovski y Gatien Lapointe, Borges y Neruda. Pero ¿qué más alta gloria para Whitman que ser el padre y maestro terrenal de estos poetas?

De los cuatro heterónimos más famosos de Pessoa, Álvaro de Campos es el heredero más directo del estadunidense, y aun le escribió un poema exultante hecho con la propagación del fuego, “Salutación a Walt Whitman”, donde declara su fervor desmedido, y donde hallamos versos como los siguientes: “Nunca puedo leer de corrido tus versos… Hay allí demasiado sentir…/ Atravieso tus versos como una multitud que viene a mi encuentro,/ Y huele a sudor, a aceites, a actividad humana y mecánica./ En tus versos, a cierta altura no sé si leo o si vivo,/ No sé si mi sitio real está en el mundo o en tus versos…”

¿Qué hubiera pensado Walt Whitman si hubiera visto que uno de sus más altos discípulos escribía una y otra vez poemas desconsoladores, que eran la pérdida del reino, y de los cuales tal vez “Tabaquería” es el ejemplo por excelencia?

Para concluir, me gustaría citar lo que en 1990, en su libro de ensayos acerca de Pessoa, Tabucchi dijo al término del capítulo dedicado al poeta sensacionista (Un baule pieno di gente): “La figura de Álvaro de Campos, para un lector de hoy, es en cierto modo un paradigma. Sus angustias, sus neurosis, sus cinismos, su disponibilidad para la contradicción, el hecho de ser en esencia un fracasado, la mirada alucinada y metafísica, son sus estigmas, y visto positivamente, su grandeza.”

 

 

*En su admirable ensayo sobre Pessoa (Cuadrivio, “El desconocido de sí mismo”), Octavio Paz señala: “Alberto Caeiro es mi maestro. Esta afirmación es la piedra de toque de toda su obra. Y podría agregarse que la obra de Caeiro es la única afirmación que hizo Pessoa. Caeiro es el sol y en torno suyo giran Reis, Campos y el mismo Pessoa. En todos ellos hay partículas de negación o de irrealidad: Reis cree en la forma, Campos en la sensación, Pessoa en los símbolos. Caeiro no cree en nada: existe.”

Esta entrada fue publicada en Mundo.