Ciudad Luz, según el lisonjero término saboreado con gusto por los parisinos al referirse a su capital, se ha vuelto una espantosa cloaca desde hace ya varios días; es decir, lo contrario mismo de la reputación que tanto los enorgullece, pues los depósitos de desechos han dejado de ser levantados por los servicios de trabajadores encargados de esta función, a tal extremo que los basureros desbordados de inmundicia se acumulan en las calles y amenazan con poner en peligro sanitario a los habitantes, y no sólo por el contagio de enfermedades mortales, habitantes temerosos hoy día por la multiplicación de las ratas que, desde hace buen tiempo, abundan en París. Sólo que actualmente salen de los subterráneos en pleno día, cruzan las calles junto a los peatones, ya no se alejan temerosas de la presencia humana, en suma: son visibles.
Tal es el resultado del conflicto de la huelga desencadenada por los sindicatos unidos, los cuales representan a todos aquellos que rechazan la nueva ley de reforma del sistema de pensiones que el gobierno quiere imponer. El conflicto es muy duro y la perspectiva de obtener un acuerdo que pueda satisfacer a la mayoría de los ciudadanos ha tomado el aspecto de la esperanza que se aleja cada día.
Así, el prometedor paseo por el laberinto de callejuelas parisino, anunciado con la inminente llegada de la primavera se ve, de pronto, convertido en un extravío y una trampa donde, física y realmente, quedo atrapada, dando vueltas sin sentido ni salida.
Sin pensar ni ver problema alguno me adentro en una corta callecita, entre la Lagrange y el bulevar Saint-Germain, avenida que veo a mi alcance, a unos cuantos metros, que pienso poder recorrer sin tropiezos.
Continúo mi camino mientras echo una ojeada a un montonal de costales de basura al extremo de la callejuela de los Anglais, ya a tres metros de mí. Imagino que deben haber dejado un paso entre las inmundicias y sigo adelante a pesar de que no alcanzo a ver ningún espacio libre dispuesto por un ingeniero, un paisajista y un urbanista, tres hombres, pues, contratados por la rica alcaldía de París para asegurar tranquilidad y bienestar a un paseo digno del más alto y creativo de los ocios.
Y no, no hay paso. Miro una y otra vez, diciéndome que alucino, o más bien que alucino desapariciones en vez de espejismos, y que soy yo la ciega que no ve lo que busca. Desafortunados aquellos que tienen enfrente lo que desean y no pueden verlo
, me recito de memoria a William Blake, mientras mis ojos siguen buscando al menos una estrecha fisura entre los desperdicios.
A pesar de los bastones ingleses con los cuales me ayudo a caminar, me anticipo al fatuo futuro imaginándome dar un salto de atleta sobre los costales cuando veo venir a un chamaco trepado en su patineta, dirigirse hacia el basurero y, confiado en sus dones acrobáticos, disponerse a dar un salto olímpico y elevarse unos dos metros para volar por encima del obstáculo.
De súbito, lo veo estrellarse sobre el basurero, de donde sale embarrado de grasas y otros refinados aceites para la piel. Emprendo el regreso y veo a dos hombres arrastrar costales hacia el improvisado basurero del otro extremo de esa calle. Voy a quedar metida en una cárcel sin pasar por un juicio. Pego de gritos pidiendo auxilio, que detengan la construcción de los muros donde cumpliré una condena que sólo el diablo sabe cuánto durará.
Escapo a la trampa tendida en esa callejuela. Al ver el portón de mi edificio, creo leer: Entras aquí al lugar de la esperanza, sólo de esperanza, nada más
.
Pienso en esta huelga de recogedores de basura que hace visible su penalidad: ¿cómo exigirles que trabajen dos años más, encorvados sobre inmundicias todo el día, con ciáticas y lumbagos?
Los flamantes burócratas que imaginaron la reforma y pretenden restringir el derecho de huelga deberían acaso trabajar un día como pepenadores sin la esperanza de unos días de descanso antes de acabar su vida.