Conversaciones en Tlalpan
Luis Tovar
Eso era al entrar. Apenas un instante después, ya en el estudio, aquellos aromas no desaparecían del todo y compartían la atmósfera con el del café recién hecho, el de un cigarro encendido y el de los libros, tantos, por todas partes: las paredes altas, la gran mesa, los estantes. Era como si cada cosa supiera de antemano cuál era su sitio y lo ocupara tan comedidamente que, al ir avanzando la conversación entre nosotros, participaran con su lenguaje silencioso.
Hablábamos, como quiere la frase coloquial, de todo y de nada al mismo tiempo. Es decir, había un asunto en particular que nos convocaba –el rediseño, mucho más que sólo gráfico, de La Jornada Semanal– o, dicho muchísimo mejor, me obsequiaba el privilegio enorme de conversar sólo yo con él, y claro que abordábamos el asunto, pero al poco rato ya habíamos pasado de eso a la fotografía, la pintura, tal o cual artista plástico, de su relevancia, de lo que estuviera haciendo, de lo que iba a hacer… y sin que me diera cuenta de cuándo había comenzado, ya estaba sucediéndome lo que después supe que siempre le pasaba a todos: él no paraba de enseñar y yo no paraba de aprender. Él sin poses, yo sin pausas.
No recuerdo en cuál encuentro fue, tal vez el penúltimo o el anterior, cuando tras conversar acerca de algún libro en específico las palabras deambularon por la literatura en general, se detuvieron un rato en la de América Latina –Laura Restrepo iba de salida y acababa de pasar a despedirse–, la de México, en particular de la poesía y entonces él, cuando estuvimos de nuevo solos, sin dejar de hablar se levantó de su asiento, caminó hacia la mesa cercana, tomó un pequeño libro de tapas rojas, volvió y me lo puso en las manos.
“Es mío”, pudo haber dicho al dármelo, aunque tal vez fue más bien “acaba de salir”, pero mentiría
si dijera que me acuerdo bien; lo que no podría olvidar es que ambos parecíamos un poco aturdidos por eso que, incluso para él mismo –para mí, sin duda–, seguía teniendo un aire de sorpresa, de hallazgo o de milagro: el libro era Ixqui, era un poemario y el autor Carlos Payán. Otros podrían saberlo desde antes –Laura, su familia, sus amistades más queridas– pero en ese instante, quien fuera el director fundador de La Jornada y La Jornada Semanal, senador de la República, miembro de la Cocopa, presidente de Argos y tantas otras cosas, daba constancia física de lo que, más adelante, todo mundo supo que siempre fue Carlos Payán: un agente de la poesía secreta, como él mismo le respondería más de una década después al también poeta Eduardo Vázquez Martín en 2018, cuando hablaron en público de sus siguientes dos poemarios, Lejanías y Memorial del viento, a los que faltaría por sumar el último, Agua del olvido.
Aquellas conversaciones en la verdecida y líquida casa en Tlalpan fueron, por lo tanto, en pequeña escala lo mismo que la vida entera de Carlos Payán: una demostración constante de que la militancia y la vida política, el activismo social, el periodismo y todo cuanto hizo, siempre terminaban por desembocar en la poesía, evidentemente porque de ahí mismo surgían.
Pero Pedro Miguel y Hugo Gutiérrez Vega lo dijeron mejor que este sumaverbos, en distintos momentos y casi con las mismas palabras: los mejores poemas de Carlos Payán fueron su vida y La Jornada.